domingo, julio 31, 2016

ROCIO LA ARCHENERA

Rocio la Archenera, artista de la copla, estrella de verbenas y ferias y fiestas patronales, triunfa derrochando arte y señorío por todo tablado al que se suba para regalar el tesoro que lleva dentro. Canta con desgarro, recita con el llanto contenido en la garganta, baila con furia  y suda como una fuente mientras deja su arte esparcido por todos los campos de las ferias de los pueblos y aldeas en las que es contratada. De edad ignota, inconfesa  e inconfesable, cubre años y arrugas con capas y capas de albayalde alegrada con el chorretón rojo pasión de sus labios o los toques de colorete en las mejillas. Pelo negro como falso azabache por acción de los tintes que no llegan a a tapar por completo el plata de las raíces y un rizo acaracolado sobre su frente como el de su adorada Estrellita.


  


Sus tetas son como dos pitones, aunque un tanto bizcos porque nunca acierta a colocar bien el relleno, lo mismo que le sucede con el de las nalgas, que vistas de espalda parecen descabalgadas, una más baja que la otra. Aunque un tanto retaca, pues mide poco más de metro y medio, parece más imponente cuando se subes a las plataformas con las que taconea sobre el tablado levantando ruido y polvareda. Pero la fuerza de Rocío reside en su garganta o en la de sus manos que parecen una bandada de gaviotas cuando las mueve sobre el escenario.
Canta tangos y coplas como si se le fuese la vida en ello y en los descansos de su actuación recita poemas de Rosalía y de Manuel María o se extasía contando cuentos de Cunqueiro y de su sochantre.
Le gusta la música seria y cuando se está maquillando para actuar tararea un lieder de Scubert, por lo que sus compañeros de farándula la llaman " la Beethoven ".




Rocío la Archenera no es de Archena. En realidad es natural de O Porriño, provincia de Pontevedra donde su padre, Pepiño " el de la vía " era factor de los ferrocarriles del Norte. Nació en una casa a la vera de la parroquia de santa María, la primera de una seria de siete hermanos de los que cuatro, angelitos al cielo, no llegaron al año de vida entre tosferinas y cagaleras. Cuando tenía unos cinco años de edad toda la familia se trasladó a vivir en  Montefurado, a donde destinaron a su padre recién ascendido a jefe de estación.
Según cuenta a los amigos en esas horas en las que el corazón, ablandado por los cubatas, se abre como una flor, han sido los años más felices de su vida. Comenzó a frecuentar la escuela de la señorita Trashorras, una mujer morena y bien plantada cual jaca jerezana que tenía la cabeza llena de rizos y de sueños de triunfo. La señorita Asunción ejercía de maestra en la escuela pública mixta de Montefurado en la que durante la mañana desasnaba a la caterva de críos que dejaba en depósito sus padres hasta que tenían la edad mínima para ayudar en las tareas del campo o en pastoreo de las vacas. Pero por las tardes, dejaba la tiza y el borrador sobre su pupitre, colgaba la bata de paño gris tras la puerta de la escuela y se iba a su casa  para calzarse la bata de cola y los zapatos de gitana y, con la radio a todo trapo, bailar y cantar las coplas que iban sonando.





De ella aprendió Rocío las cuatro reglas, a leer y a escribir, pero, sobre todo, a apasionarse por las coplas de la Piquer y los poemas de Rafael de León.
La felicidad en la casa de Rocío duró poco. Una noche ventosa de febrero poco después de la fiesta de " Las Candelas " su madre se fugó con un guardavías, un estafermo pequeño como el tocón de un castaño pero su labia chulesca y su aire agitanado traía loco a las mujeres que se acercaban a buscar agua en la fuente con más frecuencia de la que era menester.
De buenas a primeras Pepiño se encontró solo para sacar adelante a su camada, así que  Rocío tuvo que asumir el papel de mujer de la casa y madre precoz de los otros dos hijos que, a trancas y barrancas, habían salido adelante. Se acabaron las clases en la escuela pero más de una noche, derrengaba por las faenas de la casa, en lugar de meterse en su cama, se escapaba a casa de la maestra para convertirse en la alumna más fiel y única admiradora de una arte tan desaprovechado.  Rocío aprendió a cantar las coplas, a adoptar posturas, a manejar las manos y a menear su culito escuálido, poniendo ojitos, a recitar poesías que llenaban su corazón a la vez de congoja y de dicha.
Y ya nunca deseó otra cosa en convertirse en artista.




Pero los cuernos de Pepiño eran demasiado pesados para ser sobrellevados en un sitio tan pequeño como Montefurado donde cada persona con la que se cruzaba le llamaba cabrón con los ojos mientras su boca lanzaba un buenos días. Hasta que, harto de aguantar risitas a su paso y de descubrir miradas aviesas, presento la renuncia al puesto, metió a los hijos y a los cuatro trastos que tenía en un furgón y no  paró hasta llegar a Andalucía. Con las cuatro perras que había ahorrado consiguió el traspaso de un tabanco situado en las cercanías de la iglesia de san Dionisio Areopagita en Jerez, cuyo dueño soñaba con irse a hacer las Américas.
De buenas a primeras, Rocío cambio las nieblas del norte por la luz cegadora del sur y se vio ayudando al padre a despachar copas de manzanilla y a trasegar pellejos de vino, mientras aquí las coplas no le llegaban a través de la radio, sino que la rodeaban por todas partes, lo mismo que ese sol que daba vida. Y se convirtió en una esponja, absorbiendo toda la vitalidad que la rodeaba, creciendo con la copla y madurando con el baile.





La culpa de todo la tuvo un viajante de comercio que apareció un día por el tabanco. Llegó una noche de mayo, cuando el aire se emborracha de jazmín y tras sentarse a una mesa, dejando en el suelo, al lado del taburete, una desvencijada maleta de cuero, pidió una botella de manzanilla bien fresca y un plato de chorizo a ser posible bien picante. Largo y cimbreante como un junto, con los ojos de un negro tan intenso que envidiaba la noche, el pelo engominado y peinado como trazado a cordel, bigote presuntuoso y un aire de satisfacción que emanaba de cada gesto que hacía, su voz profunda evidenciaba el deseo más profundo por la vida.
Cuando Rocio se plantó ante él con la comanda supo que estaba perdida. Sintió que su cuerpo se licuaba desde la punta de los pies al último cabello de su melena, deseando ser el mar en el que se perdiese el hombre que tenía delante. A partir de entonces, ya no dio una a derecho y el colmillo del viajante se retorció con satisfacción al ver que otra más había caído en sus redes.




 Desde entonces su vida se vio ligada a las maletas. Primero a la del viajante que la dejó tirada en Bejar una tarde de invierno cuando se cansó de ella y después a las que se fue agenciando a medida que inició el asalto al estrellato cuando, para sobrevivir, comenzó a alternar la copla con el descorche. Los comienzos fueron muy duros pero subiendo y subiendo en el escalafón, llegó a lo más alto. Vamos, que acabó actuando en las patronales de san Andés de Teixido, muy cerca de Estaca de Bares, el punto más al norte de España.
Y por ahí sigue. Subiendo.




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