martes, julio 29, 2014

Visita a El Prado


Albertina aprovecha para entrar en el Museo del Prado una hora punta, cuanto mayor es el número de turistas que se amontonan en los controles de acceso. Deja con cierto temor su bolso en la cinta transportadora pero se da cuenta de que el controlador apenas se fija en el contenido del bolso. Pasa el arco de control y recupera su bolso. Avanza pisando firme por el piso de la nueva ampliación del Museo del Prado. Botos camperos, traje sastre, con el sombrero Borsalino bien calado ocultando su melena rubia, su cara parapetada tras unas enormes gafas de sol de diseño, sus largas manos calzadas con guantes de cabritilla y el gran bolso de Loewe colgado del hombro derecho.




 


Recorre con detenimiento la expoxición de retratos del Renacimiento mientras su cabeza no para de dar vueltas a esa idea que la tiene tan obsesionada y que, está segura, hoy va a llevar a cabo. Se queda extasiada ante la estatua de Carlos V que luce toda la lujuria de su cuerpo desnudo hecho bronce, lo rodea lentamente para fijar en su mente cada relieve, cada rincón de su cuerpo y mira con disimulo para comprobar que nadie se fija en ella, que es una más de los miles de personas que deambulan por el museo cada día.


 

 

Abandona la sala mientras simula leer con detenimiento un folleto pero, en realidad, tiene todos sus sentidos alerta mientras vigila el acceso a los servicios donde ha visto entrar una mujer de la limpieza. Avanza por el pasillo y entra decidida en el servicio de caballeros- No está sola, hay uno de los inevitables turistas nipones de pié ante la fila de urinarios. Se planta a su lado muy decidida mirando fijamente a la pared hasta que el japonés, camara en ristre, abandona los servicios. A sus espaldas la larga fila de cabinas que está limpiando una por una la mujer de la limpieza, absorta en su mundo mientras tararea la música que le llega a través de los auriculares.





 
 
Albertina sale de nuevo al pasillo, despliega delante de la puerta el letrero amarillo que avisa que se está limpiando esa zona y que no se puede entrar, penetra de nuevo en los servicios y corre el pasador de la puerta. Se mete en la primera cabina, abre el bolso y saca el arnés de cuero armado con un gran pene erecto, lo lubrica bien, se lo fija a la cintura y va en busca de su presa. La encuentra, ajena a todo, en la sexta cabina de la fila limpiando con parsimonia, mientras mece el cuerpo al ritmo de la música que se oye en sordina. Albertina entra en el cubículo, le tapa la boca con una mano, mientras con la otra la atenaza del pelo y la obliga a volverse hacia la pared del fondo al tiempo que le quita el auricular silbando una amenaza en su oido. Si grita, es mujer muerta. Nota como esta se quiere revolver pero la sorpresa y la superioridad de Albertina la tienen sometida. Le baja las bragas de un tirón, remanga el uniforme de cuadritos azules hasta su cintura y la penetra salvajemente hasta que siente una inmensa descarga de adrenalina que afloja todo su cuerpo.





Le dije a la mujer que no se mueva, que no salga de allí en cinco minutos o la matará y deja que esta se desmorone sobre la taza del retrete. Sale de la cabina, cierra la puerta y avanza hacia la salida, descorre el pestillo y, al salir, pega un traspiés contra el letrero de advertencia que había colocado antes. No hay nadie en el pasillo. Cruza a los servicios de mujeres. Hay una boba retocandose la cara al fondo. No la mira. Penetra en la primera cabina libre, se saca el sombrero, agita su melena rubia de amazona, se quita los guantes y se cambia los botos por unas zapatillas deportivas. Deja todas estas prendas en un rincón coronadas por el arnés con el falo brillante y sale decidida sin mirar atrás.


 

Avanza rápidamente hacia la salida, pasa junto al control y gana la calle. Baja las escaleras, mira hacia los Jerónimos dorados por el sol de la tarde, mientras oye el rugido de las sirenas de alarma dentro del museo y el revuelo de guardias de seguridad que corren hacia los controles de acceso. Se oye el ruido de los portones al cerrarse. Cruza la calle, se mete en su coche, respira muy hondo unos instantes y enfila su coche hacia el Retiro, porque ya se hace la hora de recoger a los niños a la salida del cole.

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