lunes, febrero 10, 2014

De tierras de Gomella. No olvides el peine al al entrar en Madrid

 
Fermín era pequeño y moreno como una almendra tostada, con el lacio pelo moreno y unos grandes ojos negros se comían todo lo que lo rodeaba. Andando por cuarto o quinto curso de la EGB, Doña Deogracias, la maestra se había empeñado en hacerlo un rapsoda por lo que machaconamente le hizo aprender unas poesías. Su madre, cuando llegaban las fiestas o había alguna visita de cumplir en casa lo ayudaba a subir por medio de una silla de enea a lo alto de la mesa del comedor y, una vez instalado allí se lanzaba a recitar con entusiasmo, sin hacer caso de las chirigotas que hacían sus hermanas con el ánimo de ponerlo nervioso. Se arrancaba recitando de carrerilla " El piyayo ":




¿Tú conoces al "Piyayo",
un viejecillo renegro, reseco y chicuelo;
la mirada de gallo
pendenciero
y hocico de raposo
tiñoso…
que pide limosna por "tangos"
y maldice cantando "fandangos"
gangosos?
¡A chufla lo toma la gente
y a mi me da pena
y me causa un respeto imponente!.....





 

Y no bien acababa el recitado entre la cara de arrobo de su madre y las de envidia de las hermanas, enlazaba con  " La canción del pirata ":


Con diez cañones por banda,
viento en popa a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín; bajel pirata que llaman,
por su bravura, el Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín......





Al terminar casi sin aliento con las mejillas rojas como un tomate maduro y la satisfacción pintada en el rostro saludaba tal como había visto que hacían en la televisión, la cabeza gacha y las manos abiertas como para abarcar el mundo. Bajaba de la mesa y, en un descuido de su madre, se zampaba un par de galletas que había puesto su madre junto con el café, con las que cumplimentar a las visitas.
Nunca faltaba el pellizco de monjas que, a escondidas, le daba una de sus hermanas en sus nalgas mientras le decía : " Negrito, que eres un negrito, que no eres hijo de los padres, que la madre te encontró abandonado bajo un puente " y, de este modo tan sencillo, conseguían que la alegría abandonase su cuerpo.




Pero siempre le quedaba la madre, el refugio donde ahuyentar penas y hacer frente a todo. Pequeña y dura como una roca supo ser fuerte y aprendió a esconder la sensibilidad bajo un manto de dureza para no ser tan vulnerable a los dardos de los demás.
Hasta entonces Fermín apenas había salido del pueblo, como mucho había ido con el tractor acompañando al padre a la ciudad cercana para comprar simiente o tramitar algún papel. Pero un día a la madre se le ocurrió que podía ir a Madrid aprovechando que su hermana mayor servía en una casa por el barrio de Salamanca. Fueron unos días de nerviosismo que no le dejaban ni dormir con la excitación de ver la capital.
Ese día la madre lo lavó a conciencia, fregoteando todo el cuerpo con estropajo sin hacer caso de los chillidos del crío que se sentía como si lo desollasen vivo. Rociado con colonia de baño, el pelo rebelde amansado con un pegote de fijapelo, con la ropa de los domingos y la advertencia severa de que no se le ocurriese romperla o que se las vería con ella a la vuelta.



Una hora antes de la salida del autobús estaba sentado muy serio en una silla de la cocina, sin atrever a mover ni un pelo. Al despedirle, su madre le metió un peine de pasta en el bolsillo de la camisa con la advertencia de que se peinase bien al entrar en la capital, para que la gente no tuviera que decir que era un desastrado, mientras la hermana mayor, ya sentada en su asiento, no hacía más que decirle a Fermín que se subiese al autobús.
El viejo autobús, una carraca que iba a paso de caracol, serpenteaba el valle parando cada poco para recoger gente y dejar bajar a otros. Campos de cereal alternaban con viñedos, la tierra roja como la sangre, gasas de niebla como colgadas de las ramas de los chopos.
Al cabo de un rato que se le hacía interminable llegaron al pueblo cercano y allí se subieron a un autobús moderno, lleno de cromados y brillos, los asientos como si fuesen de piel, mullidos y cómodos. No apartó ni un minuto la mirada de la ventanilla, viendo pasar el mundo como una exhalación hasta que llegaron a la capital. Antes de bajar recordó el consejo de su madre y se pasó el peine con energía para aplacar infructuosamente el pelo encrespado.





Las calles de Madrid lo enamoraron. Ese torbellino de coches pasando en todas direcciones, las luces de los escaparates llenas de objetos fascinantes, las personas con las que se cruzaban tan diferentes de las que veía en su mundo diario, todo se unió para llenarlo de admiración. A mediodía  llegaron a la casa del Natalio, un vecino de sus padres que vivía en la capital hace muchos años, porque había sacado plaza en el ayuntamiento y que estaba casado con una chica de Villaramiel muy pizpireta. Fermín se puso las botas comiendo spaghetti con mucho tomate y pollo asado con patatas fritas, todo un festín como le contaba a su madre a la vuelta y lo mejor es que no le mandaron parar en ningún momento.
 



A la mañana siguiente recorrieron la ciudad. El Prado, la plaza mayor, la Castellana, el parque de atracciones, todo aquello que había visto hasta entonces en la televisión en blanco y negro de casa de sus padres, pero ahora en vivo y con todo el colorido. Al otro día lo llevaron a Aranjuez en tren. En la sala de espera de la estación de cercanías no estaban más que el taquillero, su hermana y él. De pronto, un pedo lanzado por esta sonó como un trallazo, provocando que el taquillero apartara los ojos del " Marca " que estaba leyendo. Fermín, muy serio y sin decir nada, se sentó en un banco situado enfrente mientras se partía de risa por dentro. " A ver ahora quien es la Negrita ", pensaba.





A la vuelta, Fermín no paraba de hablar del viaje y de lo bien que se habían portado el Natalio y la mujer, aunque él creía que esa casa era de " rojos "  porque tenían un poster del Guernica en la pared del comedor y una paloma de la paz a la entrada. Y además los platos eran de " duralex " pero no de los que tenían ellos en casa, sino de colores.

1 comentario:

pequeño dijo...

ja ja ja valla un fermin