lunes, septiembre 02, 2013

Esquiar a los cincuenta y...

No sé si animarse a esquiar por primera vez en la vida con cincuenta años a las espaldas es lo más adecuado, pero alguna vez habría que probar y la ocasión vino hace unos años de la mano de unos buenos amigos que eran grandes aficionados a la nieve. Como nos encanta meternos en todos los berenjenales, sin saber muy bien como, nos decidimos a compartir una semana en la nieve con ellos. El destino fue Sierra Nevada, tal vez por contar con el aliciente nunca desdeñable de estar cerca de Granada. Y para allí nos fuimos una semana a finales de enero.






Después de hacer noche en Granada, un domingo a media tarde subimos hacia la estación de esquí. Esos días había caído una nevada monumental y cuando llegamos aquello era un tanto caótico. A duras penas llegamos al hotel porque la nieve lo cubría todo y tapaba los techos de los coches abandonados en cualquier parte. La carretera de acceso era un tobogán de hielo y llegar al hotel nos costó un triunfo. Pero íbamos de juerga.
Claro, eso que nos aseguraron en la agencia de viajes de que el hotel estaba situado a pie del cacharro que subía a las pistas era una pura entelequia. Dejamos el equipaje en las habitaciones y nos lanzamos cuesta abajo, a riesgo de dejarnos la dentadura en cualquier lado, para contratar los instrumentos de tortura. Era una sensación rara caminar por nieve blanda con los capós de los coches a la altura de nuestros pies pero poco a poco nos acercamos a las oficinas de la estación y alquilamos las botas y toda la parafernalia necesaria para la nieve y contratamos el cursillo que nos convertiría en rutilantes estrellas del esquí.



Madrugamos al día siguiente por miedo a ser los últimos en llegar y perder un solo minuto de la maravillosa experiencia que se presentaba ante nosotros. Lo de ponerse el mono fue fácil. El problema vino cuando tuvimos que calzarnos las botas, un espantoso invento que, según asegura Alfonso, lo usaban los malvados chinos como instrumento de tortura para que los misioneros cristianos abjuraran de su fe. Metes los pies en una especie de sarcófagos y viene el momento de cerrar esos presillas que te dejan desde la rodilla hacia abajo como si te hubiesen metido las piernas en esos bloques de cemento con los que los gansters de las películas tiraban a sus enemigos al fondo del río Hudson. Pero faltan gorro, manoplas para no poder agarrar nada, las gafas y echarse los esquies al hombro. Y de esta guisa, salir a la calle aunque no se vea donde está y bajar con los andares de un Frankestein borracho en busca del teleférico situado en casa Cristo. Pero, no sabes bien como, acabas llegando. Haces cola hasta que consigues colarte en una cabina y todos para arriba, montados en ese huevo colgante sobre la nieve que te permite ver un panorama verdaderamente maravilloso.



La dicha es breve porque llegas a las pistas y hay del artilugio que bajar para enfrentarse al riesgo. Intentas caminar con el mismo aire que un pato borracho, pero es tanta la rigidez con la que vas lanzando los pasos que te parece un milagro avanzar un par de metros. La nieve cruje bajo las botas y el aire gélido arrastra copos que no te dejan ver bien y no sabes bien como cargar con los esquíes y los bastones hasta llegar a donde te espera el sonriente monitor rodeado por otros patos que, como tu, intentan aprender a esquiar. Todo es muy sencillo, calzar las tablas es cosa de niños, te dicen y te prometen que al cabo de la semana te deslizaras hasta por las pistas más peligrosa cual estrella de las películas alemanas de los años sesenta. Muy sencillo todo. Ya te digo. Lo intentas con ayuda del monitor que se tiene que estar tragando la risa que le provocamos todos.Y mientras ver deslizarse a tu lado criajos de cuatro o cinco años que pasan como flechas montados sobre una sola tabla.


Avanzar cuesta arriba unos metros con ánimo de aprender a descender es muy sencillo. Pero no cuentas con que la nieve hace montoncitos donde uno se tropieza y viene la primera caída. la primera de muchas, claro. Parece mentira que uno pueda sudar en medio de tanta nieve, pero es así y sientes como el sudor te chorrea por la cara lo cual contribuye a ver todavía peor. Te explican como caer bien para no hacerte daño, como mover los pies y avanzar pero no te explican como evitar la sensación de ridículo que sientes, aunque nadie te mira porque bastante tienen los demás con conservar la verticalidad.
Es media mañana y aparecen los amigos que ya son veteranos para ver como vamos. Toca hacer un descanso para almorzar en la cafetería. Los bocatas y las bebidas las cobran a precio de oro, pero es lo que hay, así que a pasar por caja y reponer las fuerzas maltrechas. Pero de pronto, te apremia una necesidad. " ¿ Donde están los servicios ?". Como es lógico, en el piso inferior. Te armas de valor e inicias el descenso. No sé si tu has bajado por una escalera calzado con esas botas malayas pero llegar abajo es casi tan difícil como mantener en pie sobre las tablas. Llegas, haces la cola de rigor y sientes que está a punto de revertar

se la vejiga. Pero hay que subir, no es cosa de pasar el día en el sótano. Y las pistas esperan.



Ahora que ya sabes un poco más toca la aventura de subirse al telesilla para iniciar descensos. Intentas engancharte pero pasa silla tras silla a tu lado sin que consigas pillar una hasta que, no sabes como, pero milagrosamente consigues colgarte y el cacharro te lleva cuesta unos metros arriba hasta que tus pies topan con  un montoncito de nieve que te hace caer y, contigo, se cae el compañero que va en el otro lado. Así que vuelta atrás para iniciar de nuevo el intento.
Pasan las horas y apenas si has conseguido mantenerte en pie y ya has olvidado el numero de caídas sufridas hasta que el monitor, tal vez apiadado de nosotros, o porque ya es la hora nos permite volver. Que alivio sentirse de nuevo dentro del huevo que te devuelve a la normalidad. Claro que todavía falta el trepar cuesta arriba en busca del refugio del hotel, resbalando en el hielo de la calzada.



Cuando por fin llegas a la habitación, te liberas de las botas malayas, los dedos de los pies vuelven a la vida. Al principio los mueves con cuidado, como si se fuesen a desprender y sientes que la vida vuelve a ellos. Y cuando te metes en la bañera humeante para darte un baño caliente, parece que te sientas en la gloria. Hay que vestirse de persona y bajar a cenar. Siempre has creído que las noches en las estaciones de esquí son una continua juerga. Es posible como se ve en las " pelis " pero nosotros no vimos nada de eso. Nos aventuramos a bajar al pueblo pero todos los bares estaban vacíos y el muermo algo general. Así que vuelta al hotel y hacer tiempo jugando al tute hasta el momento de irse a dormir.
A la mañana siguiente te despiertas con la esperanza de que una galerna salvaje cierre las pistas. Pero no es así. Vano empeño. Así que se repite la rutina del día anterior. Una vez en la pista, notas que apenas has avanzado nada y las caídas son iguales que el día anterior hasta que, a media mañana, me doy una costalada monumental, como si fuese un saco de patatas de cien kilos que hubiesen volteado desde lo alto de un camión. Me ayudan a levantar, busco por la nieve por si encuentro alguna vertebra perdida y le digo al monitor que gracias por sus desvelos, pero que para mi acabó esta aventura. Me refugió en la cafetería y espero a que el resto acabe su tarea y me vuelvo al hotel feliz porque, para mi, se acabó este martirio.




Los tres días restantes fueron una autentica felicidad para mi.  Por la mañana acompañaba a los tres hasta el teleférico calzado con botas de persona, donde los dedos de los pies podían moverse con libertad y me volvía a mi habitación, donde las sábanas todavía conservaban el dulce calor de la noche. Que maravilla leer un libro viendo con el aire y la nieve azotaban los cristales. A la hora de comer subía a las pistas con mi libro, y después de comer con ellos, los dejaba salir a la aventura mientras yo me dejaba llevar por la lectura mientras saboreaba un café calentito, mirando la cara de sufrimiento de los que se daban un respiro.
Claro que, al final del curso, me perdí el diploma de " estrella de la nieve " y la foto oficial, tal como se la hicieron a Alfonso quien saluda alegre unos segundos antes de arrollar al esforzado fotógrafo. Y es que, como oimos decir a una señora en el teleférico " Aquí venimos porque nos cobran, que si pagasen no venía ni Cristo ".





Aunque, al final de todo, el viaje fue divertido y, lo mejor de todo, nos permitió una nueva visita a  la Alhambra, esta vez en invierno y rodeada de nieve. Y es que Granada es mucho.








1 comentario:

Anónimo dijo...

Me he reído a mandíbula batiente leyendo esta historia, porque me ha hecho recordar que no había nada que me divirtiera más de joven que ir a la nieve con amigos que no supieran esquiar. Y dejé de ir cuando se me acabaron las víctimas.
Como penitencia recibí el castigo de estrellarme patinando sobre hielo en Bruselas muchos años después, donde casi me mato delante de mis hijos pequeños cuando aprendía a patinar, en una situación que no fue nada divertida.
Sic transit gloria mundi.
Antonio MJ