viernes, julio 05, 2013

el hombre cebolla


El hombre cebolla, por contra del hombre pantalla que todo lo refleja en su rostro, es una persona que en cada capa de su personalidad esconde una faceta distinta y con el que nunca sabes a que carta quedarte. Tras una primera capa ligera como el papel que se desprende con facilidad, seca por el roce con el mundo que la rodea, se esconden otras dos o tres algo más duras que ocultan a todas las demás, unas tiernas y firmemente unidas entre sí, aunque en ocasiones ocultan un corazón húmedo y medio podrido.






César era un perfecto hombre cebolla. Cuando te dabas de frente con él por primera vez, parecía deshacerse para mostrarse agradable, como si tuviese una necesidad vital de ser acogido. Su sonrisa se deprendía fácilmente como la camisa más externa de la cebolla para esfumarse en el aire. Su aspecto redondeado, su cuerpo rechoncho y su piel amarillenta hacían que esa apreciación se hiciera más evidente. Su cabeza calva se remataba por un mechón de pelo largo y sin vida que parecía brotar de su nuca como un surtidor enloquecido y su cara parecía como desdibujada, sin rasgos concretos que permitiesen identificar la forma de su nariz o el color de sus ojos. Unas veces dulce, otras acre, su forma de actuar correspondía a la capa de su carácter a la que te hubieses acercado en ese momento y, en muchas ocasiones, sus comentarios eran capaces de hacerte llorar.





César, en sus años mozos, quiso entrar en el seminario pero un mal de pecho, ese mismo que parece llevar la podredumbre a su corazón, se lo impidió. Pero sus muchos contactos conseguidos durante tantas noches en vela las horas dedicadas a rezos con los miembros de la Adoración Nocturna, sus tres misas diarias en las que supo camelarse a las beatas más influyentes de su ciudad y el tener como padre espiritual al sochantre de la catedral le permitieron conseguir la plaza de profesor en el colegio de las Madres Pastoras de san Leocadio. Comos sus estudios habían sido muy limitados y lo único que dominaba era el manejo del incensario, lo mismo se ocupaba de las parvulitas que se hacía cargo de las clases en el laboratorio del colegio, tarea muy fácil esta última porque lo único que hacían las alumnas era mirar con aburrimiento las cajas con el material que no se manipulaba para evitar que se rompiesen los matraces o pipetas  mientras oían soporíferas explicaciones de don César.



Y así fue labrando su vida, cambiando de capa según los momentos y, a diferencia de la cebolla a la que se va despojando de sus capas en busca de su substancia, él usaba la que más le convenía en cada momento para que nadie obtuviese de él nada más que lo que le interesase. Solícito y servil con las monjas o los padres de las alumnas de pago, sabía ser arisco con las becarias o con las personas humildes y lúbrico con las adolescentes que despuntaban su madurez, pero siempre comedido cuando las circunstancias podían serle cambiantes.
Pero cuando se cubrió de gloria en su pequeño mundillo fue tras un acalorado debate con don Acisclo, el amargado profesor de química del instituto masculino, un viejo resentido que leía a Machado y recitaba versos de Góngora a voz en grito cuando paseaba por las riberas del río que cercaba la ciudad. Intentó don Acisclo mofarse de nuestro hombre cebolla diciendo que, desde todo punto de vista de la lógica era imposible científicamente creer que el vino se podía transformar en sangre y el trigo en cuerpo sagrado, pero fue tal el cúmulo de argumentos esgrimidos por don César, tal la energía con la que lo mismo citaba a Platón  que a san Cirilo de Alejandría como si los conociese de toda la vida, que don Acisclo sufrió un ataque de apoplejía que lo dejó baldado para los restos, lo que fue considerado como justo castigo por su materialismo por parte de los bien pensantes de la ciudad.



Pasaron los años, don César siguió cambiando de capas según conveniencia y la vida siguió su mortecino caminar. Una mañana de noviembre, cuando el cielo de la ciudad estaba cubierto de negros nubarrones y soplaba el aire cortante que bajaba de la sierra, se presentaron en su casa unas monjas del colegio, alarmadas porque no se había presentado a sus tareas durante los últimos tres días. La vecina que tenía unas llaves de repuesto y a la que contagiaron su miedo les franqueó la entrada.
Al entrar notaron un ambiente enrarecido, un tufo acre y denso como si oliese a cebollas fermentadas asaltó a las monjitas. Un revoloteo de moscas zumbando en el pasillo las precedió hasta la alcoba. Allí, tumbado en el suelo en una actitud grotesca, encontraron al cuerpo sin vida de don César, su cara contraída en un rictus desagarrado en el que destacaban los labios pintados de rojo y vestido sucintamente con unas braguitas de encaje y un arnés de cuero y metal, mientras en la pantalla del televisor una imagen congelada permitía ver a dos adolescentes jugueteando.

1 comentario:

xaby dijo...

Me gusta que me sorprenda el final, no me lo esperaba ... cuántas capas tienen los hombres cebolla! Así crecemos, poniéndonos capas y a veces tapando la espontaneidad infantil, la cual me gusta sacar a relucir a veces