martes, febrero 12, 2013

EL GRIS. SEGUNDA PARTE

 
A raíz de repescar " El Gris " me vinieron a la memoria la cuadrilla de profesores en cuyas manos, cual frágil arcilla, se moldeó nuestra mente de adolescentes. Y si tenemos en cuanta los mimbres con los que se contaba en aquella época en pleno florecimiento del pensamiento franquista para formar el cesto de mi cerebro, tampoco me ha ido tan mal..
A consecuencia del cambio de destino de mi padre nos fuimos a vivir a Monforte de Lemos y tuve que pasar de estudiar en un instituto público a un centro religioso porque, dado el estatus que había que mantener porque él iba a ser " autoridad " en una ciudad de provincias, era impensable acudir a un centro donde iban los hijos de la " gente sin posibles ". La consecuencia más importante es que al fin conseguí que me compraran pantalones largos, un tanto avergonzado de ir con los muslazos al aire.
 Como un ejercicio de memoria voy a hacer un bosquejo de cada uno de los profesores que formaban parte del colegio de los Escolapios de Monforte de Lemos a mediados de los años sesenta del pasado siglo ( coño, como impone poner esto ), durante los dos cursos que pasé con ellos

Por aquello de que controlaba la puerta de acceso al colegio voy a hablar en primer lugar del señor Emilio que aunque no formaba parte del elenco, daba clases de instrumentos de pulso y púa, dirigía la rondalla del colegio y tocaba el órgano de la iglesia en las fiestas de solemnidad. Y se sacaba un sobresueldo rapando el pelo a los internos y al frailerío. Pequeño y cabezón, tenía una frente inmensa que se prolongaba en una calva tan inmensa, partida en dos por una especie de avenida que remataba en la plaza del Vaticano de su occipucio,  en la que los críos comentábamos que las moscas la usaban para hacer patinaje y se decía que el día que le hiciesen una boina, los frailes tendrían que vestir de rojo una temporada. Vestido con mucho esmero, llevaba llamativas corbatas de lunares con un nudo grande como un puño y siempre presumía de ser un don juan con las mujeres de la cocina. Desde su garita a la entrada del colegio  controlaba a todos los alumnos, atento a que los " de misericordia " no se colasen por la puerta principal pues estos tenían que entrar a clase por la puerta del patio de fútbol, no fuesen a mezclarse con los que pagábamos.






Al frente del cotarro estaba el padre Morillo. Bajo y rechoncho como una chincheta preñada, llevaba gafas de culo de vaso y tenía la nariz con los orificios hacia arriba, como si se le hubiesen planchado de un bofetón al nacer. Su enorme tripa colgaba por encima de la faja del hábito y se movía como si tuviese vida propia. En un principio se encargaba de las lecciones de francés y tenía un método pedagógico muy efectivo. Nos colocaba a todos los alumnos pegados a la pared de la clase por orden alfabético e iba uno por uno para enseñarnos a pronunciar las nasales. " Eeeeeeeeee " decía de modo gutural y el que se encontraba ante él intentaba imitarle, pero nunca le satisfacíamos. Entonces nos pellizcaba el labio superior y la nariz con sus dedazos grasientos y pegando un fuerte tirón hacía arriba conseguía que, entre el alarido de dolor, se dejase oír la nasal como él quería. A medida que se acercaba las piernas nos temblaban como juncos y daba igual el apellido que tuviésemos porque comenzaba su pedagogía de modo aleatorio. Menos mal que no podía atender durante la clase a todos. Por eso, al sonar la campana liberadora huíamos como gamos y, ya en el patio, se sabia quienes habían disfrutado ese día de su técnica pedagógica por el estado de sus morros.






Dentro de la escale jerárquica le seguía el Prefecto de Internos, el Padre Gregorio, un personaje de aspecto insignificante que parecía mimetizarse con el granito de las columnas de los claustros y que siempre aparecía como por arte de magia en el momento en que habíamos cometido una pifia. Se le notaba la satisfacción cuando nos hacía precederle por los pasillos del primer piso que conducían al despacho del Rector, mientras nuestros zapatones  pisaban los anchos tablones barnizados que parecían sonar como el piso del cadalso, mientras desde las paredes nos parecían seguir las miradas de los antiguos alumnos que, retratados en sepia, testimoniaban su paso por el colegio. Además este fraile tenía un negocio redondo pues tenía una habilidad especial para pillar a los que estaban fumando y encontrar los sitios donde los internos guardaba el tabaco que inmediatamente era requisado para revendérselo después a la Estrella, una mujeruca que tenía un puesto en un portal cercano en el Campo de la Compañía donde vendía pipas, caramelos y cigarrillos sueltos, a la que después se los volvían a comprar los internos transgresores.



El Padre Roberto era el Prefecto de los Externos. Lentes verdes, largo como un puerro, siempre con una sonrisa floja colgada de los labios, era el encargado de formarnos a la entrada de clase en el polvoriento campo de fútbol y, a golpe de silbato, hacer subir las escaleras de piedra que daban acceso a las aulas. Sus clases de filosofía a primera hora de la tarde eran tediosas y motivadoras de las siestas más placenteras que recuerdo solo alteradas por un bocinazo intempestivo en el nombraba a Platón o a otra figura del pensamiento antiguo. Alternaba con la asignatura de Historia del Arte y dedicamos todo el curso a estudiar solo a Zurbarán, cuyo centenario se celebraba ese año, y de cuyas creo que doce Inmaculadas nos aprendimos hasta el mínimo detalle. Buena vista que tuvo porque ese fue el tema que nos salió en la Reválida y creo que los de nuestro colegio fuimos los únicos que pudimos lidiar bien ese toro. Al ser el encargado de los recreos, vigilaba ojo avizor el tiempo que pasaba cada uno dentro de los meaderos para detectar aquel que pudiese hacer cosas feas y cuando alguno se retrasaba, aporreaba la vieja puerta de madera urgiendo la salida....como si no hubiese tiempo a todo lo largo del día para hacer lo que él tanto temía.



El siguiente era el padre Alfonso, el tesorero y a quien acudíamos para proveernos del material escolar, previo pago y que controlaba las finanzas del colegio. Era la segunda tripa en importancia del claustro, no sé si por controlar también la despensa y los fogones o por su carácter bonachón. Daba clases de historia general pero creo que no pasamos de los romanos, porque se tomaba todo con mucha parsimonia. Su única queja era el despilfarro de los alumnos internos que, hartos de tener en el postre del rancho polvorones de Estepa de diciembre a mayo, los aplastaban en el patio para dar de comer a los gorriones. Y como él decía con pena " si no los comen ellos, por lo menos podían dejarlo para alimentar a los gorrinos del patio ".
A mediados de curso pareció por el colegio un nuevo fraile, el padre Gallo y se encargó de la asignatura de francés, relevando de tal ardua tarea al rector, con gran descanso de los morros de todos los alumnos.  El " Pere Coq " era muy delgado y de aspecto relamido, el pelo siempre mojado y pegado al cráneo, su perfil más recordaba a un gorrión calado por la lluvia que a un bizarro gallo de corral. Amigo de beber, trasegaba el vino durante la misa con gran afición y muchas tardes se le trababa la lengua durante la clase porque los internos contaban que le daba al tinto durante las comidas con mucho salero. Solo tenía un inconveniente: nos castigaba con copiar cien veces los verbos avoir y être para el día siguiente. Si solo habías podido hacer la mitad, te duplicaba el castigo para el día siguiente y así hasta acumular una renta imposible de pagar. El truco es que tenía días de indulto: su santo, o el santo patrono o la virgen de la Sotarraña u otro que se le ocurriese. Ese día había perdón general y vuelta a empezar a partir del siguiente día a acumular tarea.





El padre Claudio era el encargado de las clases de ciencias naturales. Alto y atlético, pelo blanco cortado al cepillo y gafas con aros de metal, los ojos de un azul frío casi blanco intentaba imbuirnos del espíritu científico alemán a esa pandilla de baldragas que éramos nosotros. Un día me puso ante las narices un pedrusco gris brillante y me dijo con voz intimidatoria a que olía " A qué, a qué, dime a que huele ". Y yo respondí lleno de lógico y pensando que me daba una pista " a queso ". Tiró la piedra contra la pizarra, me levantó en vilo por el pelo y me dejó caer como un saco de patatas, con lo que reventé la vieja silla de madera...que después le cobraron a mi padre.
El padre Esteban " el matapegas " era el encargado de las clases de literatura. Su mote le venía de la afición a disparar con su escopeta de aire comprimido a las palomas o a las pegas o urracas que rodeaban el colegio. Alto y delgado, con gafas de pasta y un aire a lo Unamuno era el preferido como confesor entre el alumnado porque tenía una manga muy ancha y todo lo saldaba con un par de padrenuestros por lo que las colas ante su confesonario durante las misas eran kilométricas, daba lo mismo que te hubieses hecho cien pajas o que hubieses robado dinero en el monedero de tu madre. Porque hay que recordar que la misa era diaria y obligatoria durante el curso. Director de teatro, montamos bajo su dirección una obra de Muñoz Seca "  Los cuatro robinsones " ejemplo de mi fugaz paso por el mundo de la farándula porque no es que fuese malo, era peor.



Enemigo acérrimo de este y el preferido de todos los alumnos era el padre Santiago alias " el peinachas ". Muy pequeño, enormes gafas de culo de vaso y un mechón de pelo rebelde que le tapaba los ojos, usaba unos zapatones enormes para parecer más alto, nos daba clases de dibujo y de religión. Se dedicaba a dar de comer a las palomas y se ponía trocitos de pan en la boca para que estas lo cogiesen con el pico. Por eso, cada vez que veía rondando al " matapegas " con su escopeta, montaban unas trifulcas tremendas. Aprobar con él era muy fácil: con entregarle un puro o una botella de vino con el nombre del alumno ya se estaba aprobado. Obviamente cuanto más puros, mayor nota. Y otra cosa, como Santiago caía en periodo vacacional, él lo celebraba el día de Santiago el Menor, allá por el mes de mayo. Gran aficionado al fútbol no se perdía ni un partido del Lemos hasta que el rector tuvo que prohibirle la asistencia porque cuando el equipo de sus amores iba mal se lanzaba al campo, paraguas en ristre y se liaba a a paraguazos con el árbitro o todo el que se le pusiese por delante, echando todas las pestes del mundo por su boca.

 
El cuadro profesoral se completaba con tres profesores laicos.
Don Pablo era un dandy con unas enormes ojeras que, al parecer, traía locas a a las alumnas del colegio de monjas pero al que nosotros admirábamos porque estaba casado con una rubia que era todo curvas. Su asignatura era la química pero poco saqué en claro de sus explicaciones porque su tono monótono y pausado sacaba ronquidos hasta de la pizarra. Amigo de hacer chascarrillos, gastaba más tiempo en contar historietas que en desarrollar fórmulas y creo que solo nos llevó un día hasta el laboratorio del colegio, que nos lo hizo ver desde la puerta porque podíamos romper algún aparato.
El más odiado de todos los profesores era el Maxi, don Maximino como exigía ser llamado, profesor de matemáticas que alternaba en hurgarse las narices en clase y lanzar pelotillas al aire con rascarse la bragueta siempre desabrochada por la que dejaba entrever los calzones blancos. Retorcido como rabo de cerdo, no había nadie que lo apreciase y si nunca había conseguido enterarme de las matemáticas, con él llegue a odiarlas con todas mis fuerzas .



Y el broche del cuadro era el profesor de Formación del espíritu Nacional, vulgarmente conocida como Política, asignatura en la que se pretendía imbuirnos de los acendrados valores patrios que nos deberían convertir en hombres de bien. El Pereira era un personaje de chiste, sordo como una tapia que miraba con suspicacia a todos porque no se enteraba de lo que decíamos. Lo habitual era que un alumno se pusiese de pié en clase y señalando la puerta dijese cualquier burrada " me cago en tus muertos " o algo así así y el respondiese " Si, puedes ir al water " estallando la rechifla general que él no oía pero si veía, con lo que montaba unas broncas del carajo al saberse embromado que nos hacían reír  más todavía. Un día a alguno se le ocurrió tirar una bomba fétida en clase y, al no aparecer el culpable, fue a quejarse al prefecto. Este el sábado siguiente nos hizo ir a todos con un par de bombas fétidas cada uno, puso un trapo en las ventanas para que cerrasen bien, nos hizo estallar las bombas contra el suelo y salió dejándonos a todos cerrados una hora en la clase. Viva la disciplina.
Imagino que habría alguno más, pero ahora no lo recuerdo. Acabé sexto de bachillerato, pasé la reválida y me tuve que trasladar como interno a Santiago de Compostela para seguir estudiando. Pero esta es otra historia.



2 comentarios:

xaby dijo...

Esta historia es muuuuuy buena. Qué descripción más detallada de los profes. Pero madre mía, que fauna teníais! Creo que no te fue agradable, o al menos que sufriste tus maltratos ... buf!
Qué fue de tus compañeros? De ellos no hablas. Qué amigos tenías? Ah! Esa es otra historia ...

Anónimo dijo...

Enhorabuena ! Hay que tener arte para dibujar de forma tan clara, simple pero completa a cada uno de los personajes de la historia y además dejar ver el aula, el patio, los olores y sabores de aquella época en blanco y negro.
Eres muy bueno escribiendo, lo celebro !