domingo, julio 22, 2012

Entreacto en la ópera

Los entreactos en la ópera dan mucho de sí cuando cuantas con un grupo de gente a la que acercarte y comentar lo que nos han parecido los gorgoritos reglamentarios de la soprano o la fuerza de la orquesta, que si el metal tapaba las voces de los cantantes o que la cuerda maullaba desganadamente. Tras ese rato de besuqueos iniciales, de comentarios más o menos intrascendentes puede navegar un subterráneo río tumultuoso de sentimientos que todos sabemos tapar bajo el barniz de las buenas formas.



Durante una temporada nos hicimos asíduos a un corrillo de esos al que llegamos de modo casual al conocer a uno de sus integrantes. Durante la media hora escasa que duraba el descanso entre dos actos nos íbamos agregando al grupo inicial que esperaba en el vestíbulo contiguo a sus localidades.
Los personajes podrían ser arquetipos para alguna obra de teatro de costumbres o para una novela galdosiana. En el fluir de la charla parecía no pasar nada, pero si uno se fijaba, la tensión soterrada era grande. Como elementos aglutinadores estaban los padres de nuestro amigo y todos nos íbamos acercando como en peregrinación a donde estaban ellos.


Los padres eran ciegos. El, un señor de unos sesenta años de edad, con unas enormes gafas negras que ocultaban todos sus gestos, parecía no darse cuenta de nada y una sonrisa desganada parecía colgaba de sus labios perennemente. Vestido con pulcritud, su traje impecable pero pasado de moda, la corbata con el nudo perfectamente hecho, blandía su bastón blanco como una especie de arma arrojadiza. Parecía ausente, apenas decía una palabra, pero tendía sus antenas para no perderse nada de lo que lo rodeaba.
A su lado, siempre dominando toda la escena, como si fuese una prima donna estaba la mujer, doña Petri, una mujer menuda que no ocultaba sus ojos muertos tras las gafas de rigor, sino que parecía enfrentarse a todo. Rubia a lo Grace Kelly, peinada con un moño elaborado, estaba perfectamente maquillada y vestía con elegancia siempre vestidos de fiesta, muy pulcros pero que recordaban mejores tiempos. Aseguraba no necesitar ayuda de nadie para arreglarse y desechaba el bastón por coquetería y buscaba siempre un brazo en el que apoyarse.



Al lado de los dos, revoloteando a su alrededor como una mariposa solícita, atento a cualquiera de sus gestos estaba Oscarito, un cuarentón enclenque, con aire de Gustavín con una enorme calva prematura y que a veces, como si fuese un relámpago, dejaba escapar una mirada maligna. Había sido la anterior pareja del hijo y se resistía a perder el puesto de honor ante los padres, procurando en todo momento hacerse el imprescindible, y tan pronto colocaba el chal que había dejado deslizar doña Petri o abanicándola con delicadeza como pasaba la mano por las hombreras del marido, como si sacudiese un polvo inexistente.
Esta aparente armonía parecía hacerse trizas cuando se oía acercar al hijo, cuya risa abaritonada venía precediéndolo unos metros y un espasmo de desagrado parecía correr por la cara del trío con los cuales, hasta entonces, estábamos compartiendo obviedades. Pero con la misma rapidez se recomponía la armonía y la madre dirigía sus mejillas al vacío esperando el beso de su hijo. Juanito era un hombre menudo, con unas enormes gafas de culo de vaso tras los que bailaban unos ojillos cegatos, embutido en una enorme chaqueta de alpaca gris en la cual parecía bailar su cuerpecillo. Pero su voz, unida a un encanto inexplicable, lo convertía en un verdadero tenorio.



Tras él, esperando turno para rendir honores a la reina madre y a su consorte, esperaba la última conquista de Juanito, un hombretón grande y recio, con enorme barba blanca, impecablemente vestido con chaqueta de marino y botonadura dorada, con un pañolón de seda al cuello. Sus modales de una urbanidad pasada de moda, parecían chocar contra el acantilado de la indiferencia de doña Petri que prestaba mayor atención si cabe al bueno de Oscarito, al tiempo que hablaba con indiferencia a su hijo e ignorando por completo a su pareja, lo que llenaba de complacencia al destronado.
Y ya a punto de terminar el entreacto aparecían los tres últimos personajes de esta obra. Dos de ellos eran unos hombrecillos iguales a los cuales el gris de sus trajes parecía haber invadido du personalidad, nunca llegamos a saber si tenían nombre.




Siempre discúlpandose por llegar tarde, sus narices enrojecidas y su aliento indicaban que venían de catar toda la última cosecha del Rioja alavés. Como contraste con tanta grisura venía él último de los personajes, un antiguo amigo de Juanito, un cuarentón alto y guapo, con barba recortada y bigote a lo Robert Taylor, que coqueteaba con todo aquello que se moviese y que presumía de ser un experto jinete a pesar de que cuando se movía se oía crujir el mecanismo de su pierna ortopédica.
Enfrascados todos en la crítica de lo que habíamos presenciado durante la función, el timbre nos sobrsaltaba a todos indicando que era el momento de volver a nuestros asientos. Besos precipitados, adioses con los mejores deseos hasta la próxima función y vuelta a nuestros asientos. Media hora da mucho de sí.
Se apagan las luces de la sala. El director sube a su puesto. Comienza el segundo acto. Un día más, la tragedia solo es patente en la sala.








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