miércoles, abril 04, 2012

Semana Santa. Lugo, principio de los sesenta


Dado las fechas en las que estamos, esto va de recuerdos de las semanas santas de hace cincuenta años. Mierda, cuanto tiempo, si es ya el siglo pasado. Mejor no me paro a pensar en ello o no continúo.
Eran unas fechas todavía más tristes de lo habitual. Es un tópico decir que la vida bajo el franquismo era gris pero en llegando el lunes santo se volvía totalmente negra, rematadamente oscura y triste. Tras el paréntesis del domingo de Ramos en que todavía se podía sentir alegría en el ambiente, tal vez porque tocaba estrenar algo y las celebraciones eran festivas. Ya sabes, en Domingo de Ramos o estrenas o no tienes manos. Y no era cosa de quedarse manco, con la que estaba cayendo.

El día antes siempre tenías la ilusión de que te regalasen una palma enorme trenzadas y con caramelos y bombones colgando pero a lo más que llegabas era a una simple palmita a la que tu madre ataba un lazo rojo o azul para darle algo de vida o, en el peor de los casos, contentarte con un ramo de laurel que acarreabas toda la procesión y que, de vuelta a casa, se colgaba de un clavo de la cocina para usarlo en los guisos el resto del año. La envidia de ver al obispo, imponente en sus ropajes carmesíes, caminar apoyado en su enorme palma con trenzados barrocos, envuelto en una nube de incienso que esparcían los seminaristas vestidos con holapandas blancas como la nieve que lo rodeaban y seguido de la banda de música que, bajo la egregia batuta del maestro Mendezkoski iba desgranando marchas fúnebres te hacía desear por un momento pedir plaza en el seminario. Menos mal que el repente te duraba poco y volvías a pensar que como ir para bombero, no había nada mejor en el mundo.



Los únicos alicientes en esos días de vacaciones se centraban en no perderse las procesiones. El lunes desfilaba la de la Esperanza, una imagen copia de la sevillana, pero que en tu ignorancia considerabas la más bella del mundo
con auténticas lágrimas en las mejillas que enjuagaba con su pañolito de encaje, la pechera toda llena de joyas y el fajín de almiranta de la armada a la cintura. Si, hijo, es que los santos también estaban en el escalafón de los tres ejército, por lo que ese día desfilaban los marinos de El Ferrol con su almirante al frente. Por cierto, a este se ve que un año se le fue la mano con el vino de la tierra porque en lugar de marcar el paso, hacía eses tras la imagen de la virgen no dando de bruces en el suelo gracias al apoyo del bastón de mando. El mayor aliciente es cuando la imagen llegaba ante la vieja carcel situada en el campo da Feira, un vestusto caserón con un falso torreón neogótico a un costado donde, mientras la gente cantaba la salve marinera, se abrían las verjas de la prisión dando paso a un presidiario indultado gracias a la virgen.
Las procesiones del martes y del miércoles desfilaban sin pena ni gloria aunque, ya ve usted don Nicomedes lo que avanza la ciencia, un año pusieron altavoces a lo largo de la calle de la reina para que el chantre de la catedral cantara a voz en grito eso de " perdona a tu pueblo, perdónalo señorrrrrrrrrrrr ", lo que causaba estupefacción a todas las beatas que hacían fila en las aceras esperando el paso de más y más penitentes.



No había otras diversiones porque la posibilidad de gastarse tres pesetas en el cine eran muy reducidas. Siempre eran las mismas películas: " El judas " o " Los diez mandamientos " o " Barrabás " u otra del mismo jaez, que ya nos sabíamos de memoria. Un año, tal vez debida a la perversa influencia que veía del exterior, estrenaron " El evangelio según san Mateo " de Passolini pero al enterarse en el obispado de tal audacia, se suspendió la función al segundo día.
El Jueves ya era otra cosa. Primero estaban los santos oficios aunque, con un poco de suerte, podías evitártelos. Un dolor de tripa salvador u otra disculpa podían servir porque las horas se hacían eternas en las iglesias, donde todos los altares estaban tapados por cortinajes morados para ocultar las imágenes de culto. Rezo tras rezo, el sonido de las carracas para despertarte de la modorra y poco más. Alguna perdona que daba un cabezazo de sueño, a punto de irse de bruces al suelo, comenzabada a mover la cabeza de arriba abajo con aire de recogimiento como si estuviese adorando a todos los santos del cielo.



El aliciente era esperar que encendiesen todas las luces del " monumento ". Este consistía en un armazón más o menos grande con gradas en que se amontonaban jarrones y más jarrones llenos de flores frescas con miles de velas encendidas a su alrededor y en cuyo centro se colocaría el Santísimo al final de los oficios. Colgaduras de brocado, cortinajes con borlas doradas, manteles de lino bordado, todo el lujo que se podía desplegar de acuerdo al rango de la iglesia y flores y velas a destajo.
Y comenzaba lo que más me gustaba de toda la semana santa. Las visitas a los monumentos. Para esa ocasión todos íbamos vestidos con lo mejorcito del armario. Mi madre siempre tan guapa con un elegante vestido negro, cubierta la cabeza con un velo de encaje, zapatos de tacón de aguja y medias de cristal con costuras a las que cada poco nos hacía comprobar que estuviesen perfectamente rectas y rosario de plata enrededados entre los dedos de la mano que llevaba un misal. Mi padre de traje y corbata negra o, más raramente, con uniforme militar de gala y nosotros vestidos con la mejor ropa, el pelo aplastado bajo una capa de fijador pringoso y calzados con unos zapatos que habíamos estrenado el domingo de Ramos y que nos martirizaban los pies.
Se trataba de que toda la familia, familia que reza unida permanece unida nos repetían los apólogos del francocatolicismo, había de recorrer siete iglesias en las que había que rezar la correspondiente " estación ", cada uno con sus siete padrenuestros, sus siete avemarías para terminar con una jaculatoria en lugar del gloria y que mi padre era el encargado de recitar. Algo así como " Lau tibi domine " y el resto repetíamos a coro " Sempiterna gloria "

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Las iglesias competían en magnificencia y, en aquellas que tenían fama de montar los monumentos más vistosos, las colas para entrar se hacían interminables con harta desesperación de los críos que nos veíamos obligados a pasar horas sin movernos, porque esos días no podía uno hacer barrabasadas. El seminario mayor y las salesas batían el record y allí las esperas podían ser casi eternas. La última estación era siempre en la vieja capilla de la Soledad, toda la familia arrodillada ante la urna de bronce y de cristal desde donde te miraba con ojos vidriosos un cristo yacente, su cuerpo sangrante cubierto por un velo de lino, que hacía que volvieses estremecido de miedo a casa.
El Viernes no había nada que hacer. Ni jugar. Ni cantar. Ni reír. La radio retransmitía música sacra y tu, que no podías cantar, sentías reventar las coplas en la garganta pero, cuando te dabas cuenta de ello, te arreabas un sopapo en los morros para quitar la tentación. Al final de la tarde salía la procesión, un compendio de todas las que habían desfilado a lo largo de la semana con el cristo yacente y la Dolorosa tan triste, tan de negro al final. Siempre me llamaban enormemente la atención los monaguillos que, en bandejas de plata llevaban todos los instumentos de la Pasión como si fuesen objetos de juguete. Banda de música tocando una marcha fúnebre y los militares desfilando con las armas a la funerala cerraban el desfile. Y a casa que todos los bares estaban cerrados. Un recuerdo. Cerca de casa estaba el barrio de putas que se extendía por el barrio de la Tenería y durante esas fechas colgaban un lazo de crespón negro en el letrero luminoso de la fachada de " El copacabana " " El cubanito "...



El Sábado era un día vacío sin absolutamente nada que hacer salvo aburrirse a la espera de la misa de medianoche. Ya se podía cantar aunque para entonces ya se te habían pasado las ganas. Y el Domingo vuelta a la vida para pasar de nuevo del negro al gris marengo.

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