jueves, septiembre 08, 2011

Son mis estrellas


Se abren las batientes la puerta de la iglesia y el bullicio de la gente que del templo, los primeros con prisa y el resto más pausado, se mezcla con el griterio de los que estamos fuera formando corrillos a la espera de que se termine el primer día de la novena. Sobre la gente que sale se posa una nubecilla de humo del incienso que acaba de esparcir generosamente el sacristán y las voces afinadas del coro se confunden con otras menos formadas pero más entusiastas que cantan al Cristo
" Tiene Jesús en su mirada amor
tiene tambien destellos de dolorrrrr..... ".

Se prende el alumbrado que siluetea la torre de la iglesia y desde la cercana Plaza Mayor se van encendiendo las guirnaldas de flores de mil colores, mientras restallan como truenos las bombas de palenque y las viejas campanas repican con el brío de mozos jóvenes, acompañadas por los aplausos de todos nosotros. Risas, llamadas de atención a los amigos, los críos corriendo entre las piernas de los mayores. Desde el fondo de la plaza ascienden los compases de un pasodoble con el que la Laureada Banda de San Quintín de Valladolid da comienzo al concierto-vermouth y el divino aroma que sale de los abollados calderos de cobre donde los pulpeiros cuecen los pulpos se mezcla con el de las fritangas del churrrero.
La gente sigue saliendo. Sé que las mías tardarán algo más, nunca son de las primeras en hacerlo pues seguro que forman cola para besar los pies del Cristo, así que sigo saludando a amigos que solo vemos a lo largo de estos días y que, como yo, están todo el año fuera del pueblo. La primera en la que me fijo es en Julita, una amiga de casa de toda la vida, inmensa como una ballena que cuando se mueve oscila como el casco de un buque a punto de zozobrar. Siempre la recuerdo por una petición que en sus años mozo hizo a un primo mío que navegaba en un petrolero: " Peruchín, tu que viajas tanto por esos mundos de Dios, ¿ por qué no me traes un senegalés ? " como quien pide un kilo de café de contrabando. Como siempre, me confunde con mi hermano y me planta dos besos que restallan en mis mejillas como petardos, sintiéndome ahogar entre sus tetas, pero pronto me deja a un lado para seguir la ronda de saludos.
Tras ella aparecen tres amigas a las que les llamaba las " indesmallables " porque siempre solteras, siempre solas, suspiraban por conseguir un marido que les alegrara la vida. Solo una lo consiguió ya de vieja, para envidia de las otras dos. Comos las tres hadas de la película de " Blancanieves " avanzaban repartiendo besos a diestro y siniestro. La más joven, que no bajaría de los setenta, muy alta y teñida de rubio con todo el agua oxigenada del mundo, la cara embadurnada como si fuese una modelo de Picasso, daba el brazo a las otras dos, mucho mayores que ella pero tan pintarrajeadas que parecían competir entre ellas a ver quien más colorido presentaba en su rostro. Mientras saludan, miran con disimulo a su alrededor a ver si hay algún mozo nuevo en el entorno sin importar como sea, siempre que tenga de cien años para abajo, no perdiendo jamás la esperanza de salir por esa puerta que está a sus espaldas del brazo de un marido.



Olga, una de las primas más queridas, me da un golpe en el hombro para decirme que está allí. Es una mujer todavía joven, morena y menuda, con toda la tristeza del mundo en sus ojos con una vida que serviría para modelo de una novela. Enamorada siendo casi una niña de un tarambana, de esos que son el prototipo de señorito de pueblo y que tuvo que emigrar a las américas después de dilapidar la fortuna de sus padres. Con apenas veinte años se casaron por poderes y se fué tras él a Venezuela donde vivieron toda una vida pasando del explendor más grande a la mayor de las miserias hasta el punto de que, enfermo y maltrecho el marido, tuvieron que ser repatriados a casa gracias a la caridad de la familia y, una vez aquí, vivir con lo que los demás buenamente les querían dar. A pesar de ello, en sus ojos tristes brilla un destello de orgullo y nunca humilla la mirada ante nadie.
Pronto se nos une su hermana Menchu, bastante más joven y con un cuerpo grande y hermoso, una sonrisa siempre bailando en su rostro a pesar de que tampoco ha tenido mayor suerte en la vida porque también se ha casado con otro tipo similar, un señorito que vive como si fuese un marqués sin parar en mientes de que no hay dinero en casa, de esos que entran en el bar y sacando un billete lo hacen oscilar sobre su cabeza para decir que invita a todos los que están en la barra, sin pensar en que su mujer se lo ha tenido que agenciar de cualquier forma e ignorando si hay para comer en casa. Todo el día en la cama, leyendo novelas de detectives y fumando sin parar, come flanes a cucharadas y espera a que sea la madrugada para salir de su habitación a la sala pues no soporta a nadie por medio y le da igual que su mujer no duerma a la espera de sus caprichos de sultán aruinado.
La gente se va dispersando, el sacristán comienza a empujar uno de los portones de la iglesia cuando salen a quienes estamos esperando. Casi las últimas en aparecer, mi madre arrastra del brazo a mi tía que abandona la iglesia con pena de que ya se haya acabado la función. Siempre juntas, no puden estar una sin la otra a pesar de que se tetestan cariñosamente y de que todo el día están como el perro y el gato. Mi tía, la mayor de las dos, va vestida como una señora de edad, con un traje de seda gris y no para de quejarse de todo, del calor, de lo mal que habló el cura, de lo que se le hinchan las piernas, de que se le va a pasar la hora de la cena, de esas punzadas en el costado donde tenía la vesícula operada por lo menos treinta años antes. Mi madre, coqueta desde que era niña, va vestida con un precioso traje de chaqueta de color hueso que le sienta como un guante, zapatos y bolso de piel tostada, perfectamente conjuntada y que camina intentando disimular su cojera por lo que más que andar, parece que baile una jota. Presumida como es, le encanta que todos le digan lo guapa y joven que está a pesar de sus casi ochenta años y ríe de alegría como una niña pequeña ante los halagos de los demás. En un aparte me dice que la ropa la irá pagando poco a poco en la tienda de su sobrina, a fuerza de ir haciendo mil equilibrios con su pensión, como si yo no supiese su forma de ser.
Me las llevo a todas hacia la plaza, imposible encontrar una mesa libre en el bar del " Juez " donde sentarse pero las buenas artes de mi tía y sus quejidos lastimeros hacen que encontremos un hueco donde sentarnos apretujados para tomar una ronda de descafeinados con leche para todos. Suena la banda y comienzan las fiestas del Cristo.



.....Hace muchos años que todo eso no existe más que en mi memoria, todas ellas han desaparecido junto con otros muchos más, la mayoría bien queridos. Pero sé que ahora, en estos momentos, otras personas repetirán el mismo ritual en la puerta de la iglesia, al final de la novena.

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