martes, julio 26, 2011

Don Ciro y Dña. Iluminada


Don Ciro Vela Clará y doña Iluminada Candil Fenosa se conocieron en el velorio de un pariente común que ejercía de organista en el convento de las Reverandas Madres del Santo Prepucio del Niño de Belén y al que acudieron en parte por el que dirán de los vecinos y en parte por si podían sacar algún despojo de la casa del difunto pero, salvo un rosario de huesos de cerezas que había traido el santo pariente de un viaje al monte Sinaí, poco más pudieron conseguir.
Don Ciro era un hombre tan serio que las comadres del lugar aseguraban que había nacido ya con traje de ralladillo bien planchado y con una corbata negra con el nudo wilson perfectamente anudado. Y aún más, aseguran, que dormía sentado en la silla de palo santo del comedor para no arrugarse. Entró muy joven de edad, aunque viejo de pensamiento, de pasante en la notaría de don Liborio Vegaclara situada en el rincón más oscuro de los soportales de la plaza del Campo y de nueve a dos y de cuatro a ocho los días laborables, permanecía encadenado a su pupitre sin moverse más que para tomar un café de recuelo con dos magdalenas por la mañana y otro a palo seco a media tarde. Meado iba siempre de casa, para no perder tiempo y lo otro, eran palabras mayores que ni se lo planteaba.
Se conocieron en una tarde a mediados de un noviembre especialmente frío y lluvioso, en el que las ráfagas de agua golpeaban los cristales con verdadera saña, mientras el aire silbaba como un demonio enfurecido por las junturas de las viejas ventanas de madera. Pero cuando don Ciro se posó su mirada en Ilu, la futura doña Iluminada, se quedó prendado al ver su perfil marfileño recortado contra la luz de los cirios que chisporroteaban al pié del difunto. Y para cuando vió la gracia con la que pasaba las cuentas de un rosario, su corazón se quedó inflamado de amor. Le puso cerco respetuoso pero contínuo y desde el día en que la conoció llegaba con el tiempo justo a la notaría porque siempre la esperaba a la salida de misa de ocho, para ofrecerle el agua bendita y poder sentir el roce helado de sus dedos de cristal.
A estos roces fugaces se redujeron sus contactos hasta el día de la boda que se celebró en un día de Corpus, uno de los tres jueves que relucen más que el sol pero que, por mala suerte, ese año vino lleno de agua. La ceremonia se celebró en la parroquia de Nuestra Señora de la Buena Luz, el novio ataviado con un nuevo traje de ralladillo negro pero como concesión a día tan especial, cambió la corbata negra por otra gris marengo. La novia pequeña y fragil como un biscuit de porcelana llevaba un traje de seda negro y un tocado con una gasa que cubría su cara, porque arrastraba luto por no sé cuantos parientes fallecidos. Solo una gardenia blanca en la solapa daba un poco de vida a su atuendo. Y aún así, una vez marido y mujer, no pasó de depositar un casto beso en el hueco de su mano.




La luna de miel siempre la recordaron con gran cariño y apoco que se les tirase de la lengua, contaban como fueron como camilleros voluntarios en la expedición de nefermos de la parroquia al santuario de Lourdes pero, como dejaba entrever doña Iluminada con una risita de niña traviesa, no hubo consumación hasta la vuelta porque en ningún momento pudieron gozar de la menor intimidad.
Pero a los diez meses exactos de la boda llegó el primer hijo al que bautizaron como Lucio, el nacido con la primera luz y a partir de ese, con puntualidad matemática cada año doña Iluminada fúe pariendo otro hijo hasta un total de siete para, tras un parón de unos años, cuando esta ya se consideraba seca y el poderío de don Ciro daba sus últimos estertores, aparecer el octavo vástago de la familia.
Pero Lucio fué tan efímero como el sol de febrero porque nació en las Candelas y se marchó al otro mundo al día siguiente, san Blas, patrón de las enfermedades de garganta. Pero el matrimonio pronto sacudió la tristeza y a los diez meses clavados nació Clara, que salió más renegrida que el cuello de un fraile pobre porque su madre en lugar de empujar, apretaba las nalgas con tanta firmeza que casi la ahoga. Pero se ve que el agua de socorro con la que la rociaron pensando que iba a seguir el camino de su hermano, le dió tantos bríos que comenzó a berrear y a comerse la vida con cada bocanada de aire. Clara siempre fue una segunda madre para toda la recua que vino detrás y, cuando a los veintidos años le dijo a sus padres que como los hermanos ya iban criados, quería entrar como novicia sin dote en el convento de las Clarisas, estos lo aceptaron con santa resignación porque estaba predestinada a dichos menesteres desde el primer momento.
El tercero, Lorenzo, fué un bebe rubio y grande como el sol que creció con todo el brio y a los cinco meses ya se plantaba de pié y a los diez casi sostenía él a su madre en brazos, cuando se aferraba a su teta hasta dejarla seca. Pasado el tiempo no hubo modo de hacerlo entrar en vereda y renegaba de los libros y la vida de orden hasta desaparecer un día camino de las Américas de donde nunca se volvió a tener noticias de él.
Luego vino Estrella, Estrellita Fenosa en la escena, que creció vivaracha como una lagartija y que a los 15 años desapreció un día de casa encandilada por las puntillas de un viajante de lencería fina que hacía las mercerías de la zona y que al cabo de un tiempo, se supo en el pueblo que se ganaba muy bien la vida como vedette en los mejores tugurios de Barcelona. Cuando un año vino con su compañía a actuar en el teatro de la capital, su madre fué a verla de tapadillo acompañada por Clarita pero no se atrevió a saludarla al final de la actuación, por un mucho de verguenza y un poco de pudor.
El quinto lugar lo ocupó Candelas, la única que hizo vida cerca de sus padres y que se encargó de cuidarlos cuando comenzaron a chochear. Hizo hasta segundo de Magisterio pero, como no tenía muchas luces, se le atascó el tercero y no pudo conseguir el título. Pero como el tuerto es rey en tierra de ciegos, puso un escuela para desarnar a los hijos de sus vecinos y con ayuda de una enciclopedia " Alvarez " y una barra forrada de hierro hacía entrar en vereda a los críos que encomendaban a su cuidado. Pasado el tiempo, casó con un sargento de Aduanas y siguió el camino de su madre, pariendo año tras año. Pero esto será carne de otra historia.
El sexto fué Lucinio, el que da la luz. Y nombre más acertado imposible porque pasados los años entró como aprendiz en el taller de Toño, " el chispas " y en poco años era un manitas de la electricidad. Y como lo suyo era dar luz a los demás, descubrió el verdadero camino de mano de unos misioneros y se hizo testigo de Jehová. Dejó taller, dejó familia, estudió para pastor y se perdió por esos mundos para seguir iluminando las mentes, con gran verguenza de sus padres que ya no lo volvieron a nombrar jamás.
A la séptima la bautizaron como Mari Luz y, de todos los hijos, fué la que tuvo más luces por lo que su madre puso verdadero empeño en que estudiase, para no psarse la vida limpiando culos como ella, a pesar de los reparos de don Ciro que nunca vió bien que las mujeres tuviesen estudios, fumasen tabaco negro o usasen pantalones con culera marcada. Pero el tesón de la madre y la inteligencia de la hija lucharon contra todo hasta que consiguió el título de profesora en partos. Un día Alba le preguntó a su madre que como había tenido tantos hijos y esta le confesó que, siguiendo los consejos de su confesor, había intentado tener menos gracias al método ese del Longinos, " Ogino, madre, Ogino " le corrigió la hija pero contaba todos los días de corrido, sin dejar descanso entre periodo y periodo con lo que, cuando se creía que no había peligro, zás, otra vez preñada.




Fueron creciendo los hijos, el matrimonio envejeció poco a poco aunque aparentemente las cosas no cambiasen. Doña Iluminada respiraba tranquila por la noches, porque su marido apenas ya la requería y ella creía que se le iba retirando el sangrado. Ya bien avanzada la cuarentena, el día de las Candelas, don Ciro que se había achispado en la verbena y se sintió con restos del viejo poderío hizo una hombrada, la última.
Doña Iluminada comenzó a sentirse mal, ganas de vomitar, pesadez de viñentre. Como cuando estaba preñada, pero eso le pareció imposible dada su edad, serán cosas de vieja, pensaba mientras echaba un chorrito de ginebra en la manzanilla, que eso siempre asentaba las tripas.
Pero comenzó a abultarse, los pechos recuperaron perdido poderío y se tuvo que rendir a la evidencia. Muerta de verguenza se lo comentó a su hija Alba y está confirmó sus más negros presagios. Que venía el octavo en camino. La pobre de doña Ilu procuró dismular su estado todo lo que pudo hasta que no le quedó más remedio que decírselo a su marido. " Preñada, ¿ otra vez preñada ? " . " Sí, usted lo sabrá ". " Pues el que venga ni canastilla ni nada, lo envuelve con una rodea de la cocina ". Y ya no cruzó una palabra más hasta que nació Lucero, la octava que creció alegre como un cascabel en medio de tanta tristura.
La pareja fué envejeciendo, don Ciro dejó la notaría y se pasaba las horas muertas liando pitillos viendo como la vida iba pasando por su lado. Una atardecer de otoño, al ir a correr las cortinas de la sala, doña Iluminada se lo encontró seco como un pajarillo y corrió en busca de su hija Candelas, su único paño de lágrimas y entre las dos lo tendieron en la vieja cama de matrimonio para amortajarlo. Esa fué la primera vez que doña Iluminada vió desnudo a su marido y con una esponja mojada en
" Heno de Pravia " fué limpiando poco a poco su cuerpo hasta llegar al colgajo triste que se desmayaba entre los muslos. Lo levantó despacito sujetándolo entre dos dedos y suspirando le dijo a su hija "... y pensar que dió tanta batalla con tan poca arma ".



Cuando Candelitas, una vez terminados los funerales, se puso a revolver en los papeles de su padre se llevó una sorpresa enorme al encontrar un paquete de preservativos caducados hace muchos años entre la vida de Santa Rosa de Lima y el novelario de San Pascual Bailón. Optó por no decir nada a nadie y echó los condones a la basura. Pero pocos días después se armó un gran revuelo en la casa cuando hicieron su aparición una mujer y sus cuatro hijos, igualitos como gotas de agua. Y se descubrió el pastel

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Desde hacía bastantes años, Don Ciro de vez en cuando desaparecía explicando en casa que tenía que ir a la capital " por graves asuntos de la notaría ". Pero este grave asunto era Blanquita, una costurera pequeña y pizpireta que vivía en una casa a las espaldas de la muralla y a la que conoció un día que subió a la capital para tramitar unos papeles en el registro de la propiedad y una vez allí don Ciro abandonaba traje de ralladillo, corbata y verguenza. Fué tanto el ímpetu con el que atacó la nueva fortaleza que tuvieron cuatro hijos de una sola tacada, de ahí que tuviese que dejar a un lado la verguenza de ir a la farmacia las gomitas y recurrir a ellas para evitarse sustos.
Pero de estos cuatro hijos y de la familia de Candelitas, como dije más arriba, ya tendremos noticias más adelante. Por hoy ya llega.

1 comentario:

El oso blandito dijo...

bueno, la bienvenida es especialmente agradable cuando leo historias tan tan tan buenas como esta!!!
Felicidades Carlos, grande!!!