domingo, febrero 20, 2011

Dos dias en el Camino


Una mañana de julio del 2000 Alfonso y yo salimos de casa pertrechados como auténticos peregrinos para continuar parte de las etapas del Camino de Santiago que habíamos comenzado la primavera pasada. Aprovechando las vacaciones de Semana Santa salimos con un grupo de amigos, llegando a Burgos después de doce dias penosos y divertidos, mucho más divertidos que penosos, no es cosa de enagañar. El resto del Camino hasta llegar a Santiago lo hicimos solos, todo lo solos que se puede ir pues a lo largo de las etapas te van juntando y separando de personas a las que nunca habías visto antes y a las que seguro que jamás volverás a ver, pero con las que es muy fácil trabar contacto desde el primer momento.
Menos mal que el tramo de salida de Burgos es mucho más amable que el de la entrada, un largo recorrido por asfalto entre naves industriales y un paisaje árido. Por arboledas y caminos rurales pasamos al pié de Villalbillas y llegamos hasta Rabé de la Calzada, con el sol apretando cada vez más fuerte. En las afueras nos sentamos al borde de una fuente para descansar y tomar el almuerzo. Por la tarde el calor se dejaba sentir y la mochila parecía pesar como plomo.
Llegamos a Hornillos, un poblachón que se extiende a lo largo de una polvorienta calle sin sombra alguna en la que nos fue difícil encontrar un bar para tomar un café y hacer un rato de siesta. Continuamos caminando a lo largo de trochas entre páramos y trigales, el día pesaba cada vez más y las botas parecían ser de plomo, la mochila por alguna circunstancia que desconocíamos había doblado su peso y el camino subía y subía sin ver el final.


Pero como es sabido toda subida tiene su bajada y al coronar la loma vimos al fondo, rodeada por trigales que el sol de la tarde daba un brillo especial, la meta del dia, el refugio de San Bol.
Nos desviamos a la izquierda de la senda en busca del refugio, un lugar paradisíaco con un hospitalero de lo más amable según informaba la guía. En lo que se refiere al lugar, la guía acertaba de pleno, se trataba de una pequeña edificación a cuyos pies se extendía una pradera verde con una balsa de agua muy fría y grandes chopos que se movían suavemente con el aire cálido del atardecer. Metimos la cabeza y los piés en una agua rica, muy rica que parecía cortar de puro fría.
El sitio prometía. Entramos en el refugio en busca del hospitalero amable...pero no estaba. En su lugar, un francés hosco y arisco que no paró de poner trabas con ánimo de que siguiésemos camino. No había luz, ni agua corriente, no disponía de comida....pero contra tantos inconvenientes estaba nuestro deseo de descansar allí, así que dejamos las mochilas junto a las literas y salimos a refrescarnos de nuevo en la fuente. Aparecieron tres o cuatro parejas más de peregrinos pero el hospitalero fue más convincente con ellos que con nosotros, porque todos siguieron camino.


Cayó la tarde y entramos en el refugio donde el hospitalero había preparado la cena: un pequeño plato de pasta con tomate muy picante, se ve que intentó vengarse de nuestra insistencia con ayuda de la pimienta. Pero estábamos tan cansados que la engullimos rápidamente sin decir palabra, el hombre no era muy locuaz y pronto roncábamos cada uno en su litera.
Nos despertó la luz del amanecer y salimos a refrescarnos en el agua de la fuente. El hospitalero nos despidió sin preguntar si pretendíamos desayunar, no fuese a ser que dijesemos que sí y con el cuerpo fresco nos cargamos las mochilas y echamos a andar por un camino polvoriento, pero contentos despues del descanso y ante la nueva etapa que se abría ante nosotros, siempre siguiendo la flecha amarilla que nos llevaría en la dirección correcta. El sol de la mañana era suave e inundaba todo con su luz, haciendo que la tierra roja del camino tuviese un brillo especial.
Y llegamos a Hontanas. Desde lo alto de la loma divisamos el pueblo, un grupo de casas apiñadas en torno al campanario de la iglesia y aceleramos el paso en busca de un lugar donde matar el hambre. La calle principal del pueblo serpetea entre casonas con macetas de geranios en las ventanas en busca del cercano río. Pronto algo llamó nuestra hambrienta atención. A la derecha de la calle un letrero indicaba que ahí se servían almuerzos a los peregrinos.
Entramos en el bar, un local amplio y oscuro con una docena de bastas mesas de madera sin pulir y con un mostrador a un costado sobre el que colgaban ristras de chorizos y de pimientos secos. Unos cuantos peregrinos, más madrugadores que nosotros, reponían fuerzas. El mesonero tan alto como ancho, como si fuese un tonelete, estaba vestido con un enorme jersey gris lleno de lamparones de grasa y de manchas de vino tinto tan roto y tan viejo que las marcas de vino podían ser de la primera cosecha del buen Noe. Nos puso ante nosotros un tazón de café con leche y un par de madalenas pero al probarlo nos dimos cuenta de que la leche sabía mal porque estaba cortada. " No lo entiendo, esas francesas acaban de tomar lo mismo y no han protestado " nos contestó tan tranquilo. Entonces pedimos algo con más fundamento y al cabo de un rato nos plantó delante un par de huevos fritos con chorizo que nadaban en aceite y sobre los que apoyaba un dedo cuya uña hacía competía en suciedad con su jersey. Despues apoyando una hogaza de pan en su bragueta nos cortó dos rebandas de pan y nos ventilamos el almuerzo en un santiamén si pararnos a pensar en remilgos de higiene, no era cosa de quejarse con el hambre que arrastrábamos.


Seguimos camino hasta llegar al viejo convento de los Antoninos, un lugar extraño con unas ruinas góticas bajo cuyos arcos desnudos atraviesa la carretera y en una de cuyas paredes hay una vieja alacena donde los peregrinos van dejando mensajes para aquella que vengan detrás. Allí unos gritos de dolor llamaron nuestra atención. Sentados en un banco a la vera del camino había dos hombres de unos cuarenta años que estaban reventándose las ampollas de los piés. Eran dos bilbainos que el día anterior, después de andar de borrachera, tomaron el tren hasta Burgos y empezaron el Camino con el calzado de calle con el que iban por Bilbao y sin apenas equipaje. Les curamos los piés y los dejamos atrás mientras nos seguían sus risas y quejidos entremezclados.
A la entrada de Castrojeriz frente a la antigua colegia de Nuestra Señora del Manzano estaba la casa de una gran amiga, una de esas buenísimas amigas que ya no están y que forman parte de las estrellas que saludamos cada noche. Descansamos en su jardín, repusimos fuerzas y al despedirnos nos preparó un paquete con una tortilla de patatas que había terminado de hacer y una barra de pan. Cruzamos el pueblo entre casonas antiguas y nos volvimos a encontrar con los bilbainos que, tras haberse tragado una buena comida en el mesón, estaban esperando un taxi que los volviese a Burgos.
Salimos de Castrojeriz con un sol de justicia que daba de plano sobre nuestras cabezas y ascendimos poco a poco la colina de Mostelares que no es muy pronunciada pero que se hizo penosa por el calor del mediodía. Todo el camino está lleno de fragmentos de mica que brillan como si fuesen diamantes esparcidos entre el polvo del sendero. Pero la subida mereció la pena pues, una vez coronada la colina, se divisaba un paisaje muy bello. A nuestra espalda quedaba Castrojeriz en medio del valle rodeado por la cinta de plata del rio y ante nosotros se extendía la inmensa llanura de Tierras de Campos. El resto de la etapa la continuamos sin sobresaltos a través de subidas y bajadas suaves que discurren entre sembrados de cereales cuajados de amapolas, que semejan mares dorados con las olas de oro viejo acunadas por el viento de la tarde.


Cuando empezó a bajar el sol llegamos un sitio idílico a pesar de que se llame la fuente del Piojo. Un chorro de agua muy fría brota de un caño y a su alrededor hay unos bancos y unas mesas situados bajo los chopos. Y allí nos sentamos a descansar mientras nos ventilamos la tortilla de patata que con tanto amor nos había dado Tere por la mañana. Cuando estábamos terminando vimos avanzar muy rápido a un hombre entre los trigales, como si viniese pedaleando en su bicicleta. Gran error. Era un peregrino, holandés como supimos más tarde, que tragaba metros con la misma ansia que yo devoraba la tortilla. Nos saludó sin detenerse y siguió camino.
Al final de la tarde llegamos a la antigua ermita de San Nicolas al margen de Puente Fitero bajo el que transcurre plácidamente el río Pisuerga y que se ha convertido en un refugio que está bajo la protección de la Orden de Malta. Allí, sentado plácidamente en un poyo de piedra, con una pipa en la mano estaba tan fresco el holandés que nos había sobrepasado un rato antes.


Pedimos refugio y, para nuestra suerte, eran las dos últimas plazas que quedaban libres. Después de tomar posesión de las dos literas sobrantes nos aseamos en unos baños modernos que habían construido tras la ermita. La sorpresa fue encontrarnos dentro a una mujer mayor que se acicalaba ante un enorme espejo que cruzaba toda la pared. Ante ella, como si se tratase del muestrario de una perfumeria, se extendían docenas y docenas de tarros y frascos de potingues, que iba abriendo uno tras otro, aplicándose parte de su contenido con generosidad.
Sonó con fuerza una esquila que nos llamaba a los peregrinos para la ceremonia del lavatorio de piés. El refugio estaba a las órdenes de un miembro de la Orden de Malta, un hombre maduro y acicalado como para ir de boda y de una media docena de ayudantes jovencitos, todos ellos italianos y vestidos como un grupo de boy scouts cuyo uniforme husbiese diseñado Armani.
Nos sentaron a los diez peregrinos en unas sillas situadas en semicírculo en el antiguo ábside de la iglesia, nos descalzamos y los jovencitos nos fueron lavando los piés y nos los secaban con unas toallas de hilo blancas como la nieve, mientras todos sofocábamos unas risitas nerviosas. Después nos pasaron a una larga mesa que estaba situada en la antigua nave de la ermita y tras sentarnos con el hospitalero presidiendo la mesa, los mismos jovencitos comenzaron a servirnos una cena recién cocinada que empujábamos a sorbos de unos porrones con cava frío.


Pronto se rompió el hielo y comenzamos a charlar unos con otros, chapurreando medias palabras pues de los diez peregrinos, solo nosotros dos éramos españoles. La mujer de los potingues era una belga que volvía con su marido a su casa después de haber terminado la peregrinación a Santiago, en la cual habían invertido unos tres meses. A la sobremesa se sentaron los chiquitos a la mesa y pronto aparecieron unas motos en las que venían unos jóvenes del pueblo vecino y que parecían habituales de las tertulias. No sé que se cocía allí, pero había un no sé que raro en el ambiente y las risitas y los cruces de mirada entre italianos y nacionales hacían sospechar algo más que lo parecía.
Pero el cansancio pronto nos rindió. Las literas eran de madera, tenían unas patas muy altas y estaban situados a un costado de la nave, bajo el coro de la ermita. Como fuimos los últimos en llegar nos tocaron las de arriba y la subida fué un tanto trabajosa dada su altura. Caimos rendidos y pronto los ronquidos llenaban el claustro de la iglesia. Al amanecer me desperté con unas ganas enormes de mear pero la oscuridad y la altura de la litera me hicieron desistir y aguanté como pude hasta la llegada del día, mientras desde la litera de abajo donde dormía el holandeés veloz, salían unos pedos que restallaban como truenos.
Cuando se colaron los primeros rayos de luz por los ventanucos de la ermita comenzó el trajín y bajé como un gamo de la litera, llegando al baño segundos antes de que se me reventase la vejiga. Sobre la mesa de la noche anterior nos estaba esperando el almuerzo que habían dejado preparado la noche anterior los chicos italianos .
Delante de la ermita el belga y su mujer iban cargando todos sus bártulos en una mula blanca engalanda con una corona de flores artificales al cuello, lo que explicaba como podían llevar tantos tarros de cremas. Nos despedimos de ellos, que tomaban el camino de vuelta en dirección a Castrojeriz y seguimos el camino después cruzar el puente que cruzaba el viejo Pisuerga.
Otra etapa se extendía ante nosotros, pero creo que ya he mareado bastante por ahora.


Nota: todas las fotografías, salvo la primera, son de Alfonso como se puede comprobar por su destreza.

1 comentario:

pequeño dijo...

hola que viajes aquellos y he de decirte que las fotos la primera es la mas nitidad por lo demás el relato bueno quitando el hospitalero marrano je je je