domingo, noviembre 21, 2010

Como la vida misma...


Berta está acurrucada bajo el edredón mientras escucha a su lado la respiración acompasada de su marido. En silencio, expectante como cada noche a lo largo de los últimos meses, espera que suenen los violentos golpes contra la pared seguidos del llanto desgarrado de su hija. Salta de la cama, busca a tientas las zapatillas y sin parar a ponerse la bata, corre a la habitación de Laura.
Allí, sentada en la cama, frotándose los ojos llorosos, la cría extiende sus manos hacia la madre para que la proteja entre sus brazos. Berta la cubre como una gallina a su polluelo y le susurra al oido dulces palabras que lleven un poco de calma a la niña. Esta pide que la saque del cuarto, que quiere bajar al sofá a ver la tele, que tiene miedo al hombre de los golpes. Estos han cesado. Todas las noches sucede lo mismo. Hacia las dos de la madrugada suenan violentos golpes contra la pared del cuarto de la niña que solo cesan cuando esta comienza a llorar con desespero.
Berta intenta calmar a la niña para que retome el sueño, pero esta se niega, no quiere quedarse en el cuarto, tiene miedo de que los golpes empiecen de nuevo, como algunas noches ha sucedido, aunque esta fase no tiene regla fija. Levanta a la niña con mimo, pone una manta sobre sus hombre, le calza las zapatillas y bajan las dos por la escalera hacia el salón. Al pasar por la puerta de su dormitorio, la voz somnolienta de Eduardo pregunta si están bien y si quiere que baje con ellas. Berta le dice que duerma tranquilo, que la niña ya no llora.
La acomoda en el sofa, con la manta sobre sus rodillas, pone una peli de dibujos animados y se va a la cocina. Mientras calienta leche en el microondas, llega el ruido de la tele mezclados con las risas de la niña. Pone una cucharada de cacao en cada vaso, remueve bien y los pone en una bandeja junto a un tarro de galletas. Deja esto en la mesita a mano de Laura y vuelve a subir rápidamente al piso de arriba. Abre la puerta del cuerto de los mellizos, pero estos duermen en sus cunas como ceporrillos. Oye los rítmicos ronquidos de Eduardo al pasar y bajar al trotecillo las escaleras. Siempre corriendo, Berta piensa que cualquier día las bajará rodando.
Se acurruca en el sofá junto a Laura, acerca la manta para cubrirse con ella también y las dos beben la leche a sorbos lentos. En la pantalla sigue la sucesión de voces y colores vivos de la película y en el sofá se van adormilando las dos.
Los berridos de los mellizos despiertan a Berta con sobresalto. Salta del sofá, el cuerpo dolorido por la postura y enfila las escaleras al trote. Al llegar al cuarto de los niños ve que Eduardo se ha adelantado y está haciéndoles fiestas. Prepara los biberones con el agua del termo y entre los dos tapan la boca de los mamoncetes, que engullen la leche en un santiamén.
Todavía recuerda Berta cuando llegaron a esta casa hace cinco años, con Laura de meses. El sueño de Eduardo y ella, una casa con un pequeño jardín, hartos de vivir en un piso de vecindad, al fin flores y nada de ruidos de vecinos, ni malas caras en el ascensor. Comprar plantas en el mercadillo de los sábados y llenar todos los rincones de macetas con flores. Y sitio para que Laura corretease sin peligro.
Todo empezó hace unos meses, a los pocos días de volver del hospital con los gemelos. Hasta entonces, su relación con los vecinos del adosado había sido fría y en más de una ocasión se produjeron roces, pero las cosas no pasaron a mayores. Laura sabía que no podía tocar la verja de los vecinos, ni mucho menos rozar el coche de estos aparcado ante la casa, a riesgos de que se asomasen vociferando a la ventana.
Una noche comenzaron los golpes en la pared de la la habitación de Laura medianera con la de los vecinos. Como si aporreasen la pared con una tranca, se sucedían los golpes hasta que lograban despertar a la niña y esta comenzaba a llorar muerta de miedo. Solo entonces volvía el silencio. Y así noche tras noche.
Al principio intentaron dialogar con los vecinos, una pareja rozando los cuarenta años, pero solo obtuvieron insultos y amenzazas, eso sí, siempre sin testigos delante. La situación fue cada vez más violenta hasta que la niña, llena de miedo, no quería salir con bici a la calle de la urbanización, ni columpiarse en el balancín del patio trasero.
Un día se enteraron por una amiga de algo que les hizo comprender los motivos de tanta inquina. La pareja vecina llevaba luchando por tener hijos desde que se casaron y todos los intentos fracasaron porque él no podía. Tal vez el oir risas de niños al otro lado de su casa fue lo que los hizo llenrse de resentimiento.
Pero saber esto no solucionaba nada. Noche tras noche, los golpes arreciaban. Berta ha optado por tender la ropa de noche para evitar la voz de su vecina desde la cocina, llamándola zorra y diciendo que queria cepillarse a su marido, porque sabía que este no podía preñarla.
Al final han optado por denunciar la situación. Informes de la profesora de Laura diciendo que salta asustada ante cualquier golpe en clase, corroborados por el psicólogo del centro, más informes y buenas palabras de la pediatra, el testimonio de la hermana de Berta que más de una noche se quedó a dormir en su casa se estrellan contra la voluntad del juez que niega validez a todo, fiándose solo de la palabra de la mujer de su vecino pero negándosela a su hermana por ser miembro de su familia.
Eduardo y ella no ven otra solución que huir de la casa. Al traste todas las ilusiones, los sueños. En la situación actual es difíl venderla, han cometido el error de contar a los amigos porque se quieren ir de aquí, dando pié a la aapración de los aprovechados que les ofrecen poco más de la mitad de lo que han pagado por ella.
Otra noche más. Berta recoge la mesa de la cocina mientras Eduardo mete a los mellizos en sus cunas. En un rincón, Laura construye un puzzle, haciéndose la remolona para ir a la cama. Otra noche más.




FINAL ALTERNATIVO
La hermana de Berta les pasa un día un chivatazo y un número de móvil. Cuatro mil euros y se acabará el problema. Después de mucho discutir se deciden a llamar. Una cita en la cafetería de un centro comercial, un sobre pasado bajo la mesa y se acabaron los golpes nocturnos. Ahora son los vecinos quienes han colgado el cartel de una inmobiliaria en la cerca de su jardín.

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