lunes, agosto 02, 2010

La escalera de la Luna



Anoche el calor era tan sofocante, que no conseguía quedarme dormido. Cada vez que el sueño hacía su aparición, dejaba el libro en la mesilla y apagaba la luz pero al momento me encontraba totalmente espabilado de nuevo. Vueltas y más vueltas en la cama, apartando las sábanas ardientes, le daba cada poco la vuelta a la almohada en busca de un poco de frescor que el contacto de mi cabeza hacía esfumarse en cuestión de segundos.
A través de las persianas entreabiertas se colaba la pálida luz de la luna y un aroma dulzón del cercano jazminero, impregnaba el dormitorio a ráfagas cada vez que la suave brisa sacudía el arbusto, envidiando la plácida respiración de mi compañero que dormía a mi lado.
Me levanté sigilosamente, dejé a un lado las chanclas pues el contacto frio de las baldosas me producía gran placer y recorrí la casa a oscuras, captando todos esos sonidos entre familiares e inquietantes que suenan en mitad de la noche en las casas dormidas. Abrí la puerta del porche con mucho cuidado para no desperatar a los perros, un gruñido entre sueños de uno de ellos me llegó a través de la puerta y al salir al jardín todo mi cuerpo se sintió abrazado por la brisa que se cuela por la ladera de la montaña que está detrás de casa. A pesar de poder seguir el camino a ciegas, me guié con la luz de una linterna. Un ruido en las vigas del techo me hizo dirigir alí el haz de luz, pero no eran más que las golondrinas que se removían en su nido, alteradas por mi presencia.



La superficie de la piscina, iluminada por la luz de la luna, se ofrecía tentadora mostrando mil reflejos. Una zambullida rápida en el agua tibia completó la sensación de bienestar y recorrí dos o tres largos con brazadas lentas dejando que mi cuerpo recuperase una temperatura agradable. A la salida sentí un poco de frío por lo que me enovolví en el albornoz blanco que colgaba de uno de los ganchos y me eché en una tumbona bien abrigado para contemplar el cielo.
En agosto parece que el número de estrellas que nos contemplan se hubiese mucltiplicado por mil y miré con fijeza en busca de alguna estela de una estrella fugaz. Poco a poco me sentí envuelto en una sensación intensamente placentera y los párpados pesaban como si toda la luz del cielo hubiese hecho nido en ellos.
No sé si me sorprendió o no darme cuenta de que de la cercana palmera subía una escalera hacia el cielo, cuyos peldaños estaban hecho de vuelos de golondrina y retazos de bruma. Me levanté, dejé el albornoz sobre la tumbona porque sentí que ya no lo necesitaba y me encaminé hacia la escalera. Tanteé con desconfianza los primeros peldaños pero en ningún momento me sentí inseguro. Comencé la ascensión y poco a poco vi como la casa y el jardín se iban haciendo pequeño, sobrepasé la cima de la montaña que protege la casa y seguí subiendo. Atravesé nubes densas a ciegas, sintiendo como si su húmedo aldogón llenase mi boca y mis ojos y seguí subiendo lentamente, sin experimentar en ningún momento una sensación de angustia o de cansancio. Se alternaban zonas de cielo claro y nubes pero yo seguía subiendo sin saber que me esperaba al final de la ascensión. Cuando ya comenzaba a fatigarme me tocó atravesar una nube mucho más densa que las demás pero esta no era blanquecina como todas las anteriores, sino que tenía una tonalidad de oro viejo.
Finalmente también esta nube se fué aclarando y pude ver el final de la escalera. El paisaje era conocido, recordaba a los reportajes sobre la llegada de los hombres a la Luna pero los colores eran vivos y predominaba el verde de las plantas que crecían por todas partes contrastando con el oro y azul del cielo. Pise con precaución, pero encontré el piso firme sobre mis piés y, en contra de lo que nos han contado sobre la ausencia de gravedad, no me vi dando vueltas en el cielo como si fuese una peonza desnortada. La otra sorpresa, ya iban siendo muchas verdaderamente, es que podía respirar libremente, es más mis pulmones estaban invadidos de un no se que que les hacía funcionar mejor.



Para asimilar tantas novedades me recostésobre una roca que a pesar de su aspecto era más mullida que un sofá. El espacio que había sobre mi era una bóveda en la cual bailaban multitud de estrellas de color turquesa y granate, que lanzaban destellos intermitentes y que estaban sujetas al suelo por finas cadenas de plata. En cada estrella se asentaba un buen recuerdo del pasado o estaba la imagen de las personas que había ido conociendo a lo largo de la vida y de las que guardo un recuerdo agradable en el corazón y en la memoria.
Dejé vagar la mirada hasta fijarme que de un extremo de la bóveda me hacían señales. Allí, tras la baranda dorada de un balcón adornado con macetas de claveles rojos y de rosas blancas, se sentaban nuestras madres. La una con su permanente bien apretada y vestida como para una tarde de toros, agitaba en la mano el abono para las corridas de Valladolid mientras que la otra, con su eterno cardado rubio ceniza y vestida igual de primorosa, me saludaba con la novena del Nazareno en la mano.
Cuando quise levantarme mi cuerpo no me obedeció, estaba entumecido y no conseguía moverme ni abrir los ojos, luchando contra un sueño que me había paralizado. Finalmente conseguí abrir los ojos y me encontré sentado sobre la tumbona del jardín. Volví la mirada a la palmera, pero la escalera no estaba allí y sobre mi cabeza las golondrinas, volando vertiginosamente, iniciaban su día saludando al sol que rompía entre las montañas del este.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

que bonito quien tuviera esa oportunidad de subir aunque fuera en sueños

raul dijo...

tan tierno y bonito como tu...Me has hecho llorar,malo :)