lunes, julio 05, 2010

LOS FUEGOS FATUOS


El camposanto de Porto dos Cregos llevaba una temporada muy revuelto. Antes todo era vida plácida y serena, bueno más bien muerte plácida y serena, entre los habitantes del cementerio. Durante el día los muertos seguían su tranquilo descomponerse entre los grumos de tierra, para recuperar su actividad al caer la noche. Campeonatos de brisca amenizados por los recuerdos de la vida pasada, alguna queimada cuando arreciaban los fríos y el festejo de fuegos fátuos todas las noches de san Juan alteraban su rutina diaria.
Pero todo cambió cuando enterraron a Pepe do Souto. Toda su vida anduvo liado con unos y otros y para él las oficinas del cercano juzgado comarcal las tenía más conocidas que su propio dormitorio. Por eso, cuando echaron la última paletada de tierra sobre su cuerpo, los supiros de alivio de sus parientes y vecinos florecieron disimuladas como las setas en otoño de lluvias y las sonrisas de alegría se escondían tras la cortina de lágrimas falsas cuando volvían a paso vivo hacia sus casas.
En principio todo siguió su rutina en el cementerio, aunque esa noche se comentó en la tetulia que tenían un nuevo vecino. Alguno de sus parientes extendió la alarma entre su entorno pues, quien más y quien menos tenía noticias suyas o de su familia, pues esto es el inconveniente en vivir en una aldea tan pequeña, que la fama de uno le acompaña desde que nace hasta que muere. Y más allá. Pero la calma duró poco y pronto Pepe empezó a frecuentar los corrillos del camposanto, quejándose de una y mil cosas a la vez, dando razón a los alarmistas.
Al principio no se atrevía más que a protestar de la incomodidad del nicho o de la caja en la que lo habán enterrado, se ve que sus familiares habían mercado la peor porque ya estaba desvencijada, o de esa humedad que lo calaba todo e iba dejando entumecido hasta los huesos. A todo sacaba punta y de todo se quejaba, ahogando las veladas nocturnas con una retahila de lamentos. Talmente como había hecho en vida.
Hasta que un día, mejor dicho una noche, empezó a alborotar a todos los muertos con lo mal repartidas que estaban las tierras que le correspondían a cada uno, manteniendo las mismas clases que en vida. A ver porqué el tenía que aguantarse en el nicho en que lo habían enterrado en la parte más alejada del camposanto, tras la cual corría un arroyo que le provocaba mucha más humedad y, por si fuera poco, situado en la fila de arriba, por lo que al bajar por las noches más de un día estuvo a punto de estrellarse contra el suelo y desabaratar sus huesos. Sin embargo otras familias como los Revilla o los de Peleteiro tenían mausoleos con verja de hierro forjado y piso de marmol. Ricos en vida y señoritos ahora, después de muertos. Por eso había que poner en marcha la concentración parcelaria en el cementerio y repartir las tierras entre los muretos por igual. Y todos a ras de suelo, nada de que unos dispongan de un palacete para estar a sus anchas y otros, como en su caso, apretarse en un nicho angosto en el que cada vez que se daba la vuelta, sonaban sus huesos como una carraca al golpearse contra las paredes de cemento. Por eso, noche tras noche daba la matraca con el tema del reparto equitativo de tierras y a fuerza de repetirlo, poco a poco iba consiguiendo adeptos para su idea, con lo que definitivamente se fue al traste la calma de las noches y ya no hubo ni queimadas ni sesiones de fuegos fatuos, y más de una calavera salió dando trompicones contra el suelo en alguna reyerta.
Pasaron días y pasaron noches sin que nada cambiase. Durante las horas de luz los familiares recorrían las tumbas, limpiando lápidas y colocando ramos de flores de plástico comprados en la nueva tienda de los chinos que habían puesto en el campo de la feria. Y por las noches, los mismos altercados de siempre con Pepe do Souto, instigando a la revuelta a los otros muertos, alzando amenazadoramente el brazo derecho donde le faltaba el cúbito y el radio que había perdido una noche al darse una costalada contra el suelo aunque él, para hacerse valer, decía haberlos perdido en una discusión con los amos del lugar.
Y siguieron pasando días y noches. Poco a poco se fueron espaciando las visitas diurnas y entre los muertos se corrió la voz que habían hecho un cementerio nuevo en unas fincas de los Peleteiro y que en este ya no enterraban a nadie. Un día un estruendo alteró a todos los habitantes del camposanto. Máquinas infernales entraron en trombra arrasando todo, allanando tierras mezclando los huesos con los cascotes de las tumbas. El pobre Pepe no se enteró que en el último pleno del Concejo se había aprobado convertir el viejo camposanto en un polideportivo. Que, como era de preveer, también lo construirá otro de los Peleteiro.

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