viernes, julio 16, 2010

En el fondo del baul


Tengo un amigo, de esos benévolos que siguen este blog, que dice que lo que mejor me sale es cuando saco algún tema del baul de los recuerdos. Pero verdaderamente he rebuscado ya tanto que se ve el suelo a través de las tablas desvencijadas del fondo. Buscando y buscando me acordé del parque.
Pienso que construir un instituto en las inmediaciones de un parque plantea sus riesgos para la adecuada asistencia de los alumnos porque es una fuente inagotable de tentaciones. Sobre todo cuando se acerca la primavera. Y eso sucedía con mi instituto, un enorme edificio de granito situado frente a la gran avenida cubierta de tilos que llevaba a la entrada principal del parque. El instituto masculino ocupaba un brazo de la ELE y el otro, situado en la avenida que llevaba al cemeterio viejo, pertenecía al insituto femenino pues en aquellos lejanos años del General Patas Cortas era impensable la educación mixta.
La gran explanada que había entre los dos edificios se empleaba para prácticas deportivas y se usaba en dias alternos según se tratase de chicas o chicos. El día en que ellas practicaban gimnasia, nuestros ventanales estaban hasta la bandera haciendo caso omisode las voces de los profesores para ver las evoluciones de las mozas que con una camisola y una falda azul marino, unos amorfos pantalones bombachos que las cubrían hasta media pierna y unas gruesas medias de color marrón eran la antítesis de la lujuria pero que provocaban en nosotros rugidos de gamos en celo.
Con la llegada de la primavera florecían los tilos del paseo y durante el recreo nos llenábamos los bolsillos de sus frutos, más pequeños que guisantes los cuales, con el concurso de una cerbatana hecha con trozo de una rama de sabugo o sauce previamente horadada con una aguja de calceta, lanzábamos estos proyectiles a las chicas a la salida de clase lo que provocaba más de una carrera para huir de la ira, más falsa que Judas, de ellas.
Con el buen tiempo el parque actuaba como un imán y cualquier excusa era buena para " latar ", o hacer novillos como se dice habitualmente. A la entrada bajo el techado de una gran pérgola de estilo pseudo oriental había un mapa de España en relieve donde estaban representados montes y cordilleras surcados por los cauces de los ríos donde originariamente debía correr agura pero que, en realidad, estaban llenos de la grava de los paseos. Cada capital de provincia estaba representada por un pequeño punto de luz pero nunca recuerdo había visto una bombilla luciendo pues o estaban rotas o los casquillos vacíos. Este sitio era un excelente lugar para las batallas pues podías conquistar Aragón o Extremadura a mamporro limpio. Unos cuantos críos haciendo de monturas a los otros que, a modo de esforzados caballeros, peleaban por derribar a sus contrincantes permitían emular las hazanas de " El Capitán Trueno ".
Pero el mayor atractivo estaba en el centro del parque, en la jaula de los monos, en la cual vegetaban un par de animales polvorientos que se pasaban las horas muertas pajeándose, lo que arrancaba carcajadas entre todos nosotros. Con el culo pelado, de color rojo brillante y los pelos que parecían apolillados, se pasaban todo el día medio adormilados y dándole a la zambomba. Pero cuando alguno empezaba a lanzarle bolas de tilo se enfurecían y se agarraban a los barrotes rugiendo enojados, lo que todavía nos hacía reir más, hasta que la aparición de algún jardinero desbarataba la diversión.
Poco más allá estaba el estanque redondo en medio de cual se alzaba la fuente de Santiago con una enorme estrella de hierro en lo alto y donde nadaban tranquilas los peces de color dorado y rojo. Con un trozo de cordel al que se sujetaba un imperdible doblado como un anzuelo y una miga de pan como cebo era facil pescar pues los peces eran unos inocentes. Recuerdo el follón que me montó mi madre el dia que aparecí en casa con uno de ellos pidiendo que lo friera para la cena.
Y si nos cansábamos de esos juegos, siempre quedaba el recurso de correr tras los pavos reales que se exhibían orgullosos, mostrando su ruedo de plumas que despedían mil reflejos con la luz del sol. Era fácil asustarlos y cuando estos echaban a correr había que ir detras e intentar pisar fuerte sobre sus plumas para arracar alguna con el pisotón. Una pluma de pavo real era el mayor trofeo al que podíamos aspirar.
Siempre y cuando no apareciesen los " guripas o guripavos ", los guardas del parque que iban vestidos con uniforme de pana, con una correaje de charol cruzando su pecho y envueltos en una especie de poncho enorme en el que se enredaban muchas veces al correr tras nosotros. Su falta de agilidad la suplían arrojándonos con fuerza sus cayados cuyo extremo inferior se remataba en forma de bola que, si tenías la desgracia de que te atinaran en los lomos, podían dejarte descalabrado. Claro que si conseguías hacerte con uno de estos bastones el trofeo era mucho mayor que todas las plumas de todos los pavos reales del parque. Estos personajes, bien siniestros a nuestros ojos. tenían fama de que se escondían al atardecer por dentro de de los bancos redondos colocados alrededor del tronco de un árbol para hacer su repentina y amenazadora aparición ante las parejas que iban allí a hacer manitas, blandiendo la libreta de las multas.
Tras el parque estaban las " Cuestas ", una serie de praderas agrestes salpicadas de chopos que bajaban suavemente hasta las orillas del río. Y ahí es donde íbamos a cazar los grillos. El sistema era fácil. Se buscaba un orificio entre la hierba que era la entrada a su cueva. Lo mejor era ir preparado con una botella con agua y echar un chorro en el agujero, lo que provocaba la salida inmediata del grillo al que metíamos en una jaula. Pero si nos habíamos olvidado de la botella todo era cosa de echar cuerpo a tierra, sacar la cola por la pernera del pantalón y mear en el nido con lo que el grillo salía igualmente. A esto se añadía el placer que provocaba el roce del pito contra la hierba y la tierra húmeda, con lo que si por algún motivo el nido estaba vacío, al menos no faltaba el goce prohibido.

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