sábado, enero 09, 2010

Una mujer sola


No hay mayor soledad que la de la mujer sola que no consigue que le haga caso ni el perro callejero al que persigue con miradas y con gestos mientras este ronda por entre los veladores de hierro forjado del viejo café en la que los bañistas del balneario reposan tras las fatigosas sesiones en las que son tratados como fardos de carne por los empleados. Las personas, todas ellas envueltas en un albornoz blanco y con una toalla al cuello para evitar corrientes traidoras, se retrepan en los amplios sillones de mimbre, buscando el sol de la mañana de otoño, mientras cotorrean sobre las incidencias del día, con una copa de vino en la mano picoteando aceitunas. El perrillo se mete entre las piernas de ellos y esquiva con experiencia las patadas que le largan para que se vaya. Su aspecto granujiento no es el más indicado para que le hagan carantoñas, pero él ronda por entre los grupos y se posa sobre sus cuartos traseros esbozando su mueca más símpática, buscando que alguien le haga caso.
Pero en un rincón del jardín está la mujer sola, sentada con las piernas muy juntas sujetando con delicadeza una taza de infusión de la que va bebiendo a sorbitos breves como si fuese un gorrión. Hace gestos hacia el perrillo y, para ganar su atención, alarga con su mano izquierda una pasta de thé, pero este parece ignorarla. La mujer vuelve a ofrecer la galleta mientras silba muy despacito pues por nada del mundo quisiera que las personas de las mesas cercanas se den cuenta de lo que está haciendo. Deja caer la mano y desmenuza la pasta que apenas llegar a caer al suelo desapareciendo en el buche de los gorriones que están ojo avizor esperando las migajas que se pierdan.
La mujer llama al camarero y paga la cuenta. Recoge el bolso del asiento contiguo y se acerca con disimulo a donde el perrillo se está rascando el lomo con frenética desazón. La mujer intenta por ultima vez llamar su atención pero al alargar el brazo para acariciar la cabeza del perro, este da un brinco y se aparta, levanta la pata trasera, echa una meada y se aleja meneando el rabo con gracia.
La mujer se ciñe con fuerza el albornoz para ahogar la punzada de soledad que ahoga su pecho y se pierde por el bancal de naranjos que baja hacia el cercano río. Una bandada de ruidosos gorriones se pelean por las galletas que tiró tras ella.

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