martes, septiembre 08, 2009

Pasa la vuelta


Doña Remedios lucha por meter las tetas dentro del sujetador pero estas parecen ir por libre y se niegan a entrar en la prisión. Presiona con la palma de la mano para meterlas tras la armazón porque, sobre todo la derecha, parece tener vida propia. Al agacharse para calzarse los zapatos, las caderas aprisionadas en la faja se diría que quieren seguir el camino de las tetas. Se situa ante el espejo y con ayuda de un cepillo se da el último retoque al cardado que acaba de hacerle Migueli, el peluquero del pueblo. Una nube de laca hace irreal su imagen ante el espejo. Un retoque de carmín para rematar y saca el vestido de seda negra del armario. Lo pone en el suelo y se situa encima, para irse embutiendo poco a poco. Brega con la cremallera del costado pero no hay modo de que suba. Da una voz y aparece su marido por la puerta del cuarto. " A ver, pasmarote, ayúdame que no puedo subirla ". El hombre, sin soltar palabra, lucha contra los michelines y tras un esfuerzo grande logra que suba la cremallera y cierra los corchetes. Doña Remedio coge el bolso de raso que está sobre la cómoda y baja las escaleras con un taconeo rápido. Al llegar a la calle se da cuenta que no lleva el bastón de mando y grita una vez más. Se abre la puerta y aparece la mano del marido que le alarga la vara de alcaldesa. Suelta un bufido, se da la vuelta y baja la cuesta a trote ligero, saludando a uno y otro lado con la sonrisa crispada en el rostro como si fuese de escayola.
En lo alto de la cuesta está la parroquia. El señor cura, don Abundio no ve el momento en que la jodida beata que está arrodillada en el confesonario acabe de desgranar sus pecados de pacotilla. Le hace una faena torera y la despide con una penitencia de una recua de avemarias. Sale del confesonario, se tienta el bolsillo de la sotana en busca del paquete de tabaco y suena el Angelus en la torre de la iglesia. Entra en la sacristia mientras enciende un cigarrillo dando voces porque el monaguillo no tiene dispuesto sus arreos. Le quita de las manos el roquete almidonado y se lo pone a la carrera, aún a riesgo de quemarlo con la brasa del pitillo. Agarra la estola, sale a la placeta de la iglesia con ella a rastras y se encamina hacia el parque, calle abajo.
El director de la banda resopla su aburrimiento en un rincón de la plaza a la sombra del magnolio. Se pasa el dedo por el cuello, aprisionado por la tira rígida del uniforme, como buscando que penetre mejor el aire en sus pulmones. Se abanica con la partitura del pasodoble " Suspiros de mi tierra " mientras espera que se reunan de una vez todos los músicos. Unos han ido a beber una cerveza para matar la galvana, otros están haciendo sus necesidades y el resto gandulea mientras se fuman un cigarrillo, pero no hay modo de que formen. Hoy están cansados porque han tenido un programa muy intenso. A primera hora de la mañana, menudas ideas se le ocurren a Doña Remedios, han formado han ido a la entrada del colegio para ocultar los lloros de los niños que han empezado hoy el curso escolar. Después les ha tocado dar el concierto en el asilo de las Ancianitas de los Pobres porque era el santo de la madre Encarnación. Y ahora, más desfile y más ruido por culpa de esos ciclistas.
Al fin tras unas cuantas voces broncas del director, la banda se pone en marcha, tocando con más desgana que ánimo. Al pasar por la casa de la reina de las fiestas, hacen una breve parada pero reanudan su marcha porque el estrèpito que sale de dentro no invita a nada bueno.
Y es que la reina no encuentra la diadema porque su hermana María la ha escondido para hacerla rabiar y la banda de seda ha aparecido hecha jirones tras la taza del retrete del patio. Y así no puede salir de casa, le dice a su madre, que le pide calma para que el maquillaje no se corra con las lágrimas. Al final le pone unas enormes horquillas doradas de un disfraz de geisha de los pasados carnavales y le enseña una tela de colores que ha comprado en el mercadillo para que dé el pego en lugar de la banda. La madre da los últimos retoques a la cara de su nena y la encamina hacia la calle, mientras hace una seña de amenaza a la pequeña, que se parte de risa en el rincón.
Se oye una algarabía de voces y risas que avanza por la otra calle del pueblo. Las señoritas del colegio público han adelantado media hora el final de la jornada y los críos, salen del colegio al galope, después de la primera mañana de encierro tras la libertad de todo el verano. Delantales y carteras salen despedias a su paso mientras las madres no saben si recoger las prendas o controlar a sus potrillos.
Las enfermeras del centro de salud han hecho su aparición por una bocacalle de la glorieta, con el maletín en mano por si fuesen necesarios sus servicios. De pronto, una da un grito sofocado y le recuerda a su compañera que han dejado a la pobre Antonia desnuda en la camilla de urgencias con los electrodos puestos para hacerle un electrocardiograma.
Los empleados de los bancos locales reparten bolígrafos y viseras pero solo a aquellos que saben clientes seguros, intentando que los mocosos no les arrebaten la propaganda de las manos y mirando para otro lado cuando la mano que ven extendida ante ellos pertenece a un cliente de la competencia.
La glorieta esta reventando de gente, menos mal que los municipales se hacen respetar y consiguen que la gente no invada la calzada. En el estrado de las autoridades, la alcaldesa agita el abanico con una mano y con la otra, vara de mando en ristre, saluda a sus convecinos mientras el párroco a su derecha reparte esbozos de bendiciones.
Se oye un tumulto, pasan las motos petardeando por la calzada seguidos por los coches que berrean su propaganda en medio del colorido multicolor, se oye el ruido que hacen las docenas de ciclistas que se acercan pedaleando con furia mezclado con la charanga de la banda de música. Apenas nadie consigue ver más que estelas de colores y en pocos minutos desaparece todo sin dejar tras de sí más que un rastro de papeles de propaganda y de botellas de plástico vacías.
Y es que hoy, la vuelta ha pasado por el pueblo.

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