viernes, julio 24, 2009

La abuela Hermelinda


El dia en que la abuela Hermelinda enterró a su tercer marido, decidió que este mundo era una porqueria y se juró no salir jamás de casa hasta que le llegase el momento de seguir a los tres. El abuelo Claudio fúe el primero y duró a su lado poco más que un suspiro pues en plena luna de miel un mal aire se le fijó en el costado al beber un vaso de agua muy fría en una venta de Alcalá y dejó a la abuela sin probar apenas las mieles del matrimonio. Del segundo, que se llamaba Ernesto y ella siempre mentaba como el mal nacido, solo recuerda que la hacía tenerle siempre los botines brillantes como un espejo y las camisas más blancas que la nieve pero, con gran fortuna para ella, se despeñó por un barranco una día que había salido de caza y las lágrimas y el luto que le dedicó fueron más breves que su primer viaje de novios.
El abuelo César fué el tercero y de ahí venimos todos nosotros. Un tanto poeta, otro tanto señorito de pueblo, no hizo nada más en la vida que corregir y volver a corregir los versos que escribía bajo el nogal de la solana pero nunca los encontró tan perfectos como deseaba como para atreverse a publicarlos, a pesar de los ruegos de la abuela que veía en él a un nuevo Zorrilla. Llenar y llenar carpetas con sus versos y dejarse cuidar por la abuela Hermelinda, fueron sus tareas mientras vivió. Años felices de risas, de revoloteos en la cama y en la cocina donde la abuela preparaba postres y reconstituyentes para que su marido mantuviese todo el vigor, de criar niños y verlos crecer a su alrededor, de llenar los tendedores de pañales revoloteando al viento como una bandada de gaviotas.
Pero las gaviotas volamos fuera del nido y los abuelos se fueron haciendo viejos uno al lado del otro hasta que una mañana, al despertarse la abuela, notó el cuerpo frío del abuelo César a su lado. Se asomó a la ventana dando voces en petición de ayuda y pronto el dormitorio era un ir y venir de vecinos ofreciendo consuelo y apoyo. La abuela pidió que la dejasen a solas con el cuerpo de su marido, dió un par de vueltas a la llave del dormitorio y se dispuso a asear al abuelo por última vez con el mismo mimo que hacía con todos sus hijos recién nacidos. Veló el cadáver ella sola, mientras oía las voces y las risas de los vecinos que llenaban la sala y la cocina. De vez en cuando se asomaba para comprobar que no faltasen las jarras de café y las rosquillas, así como las botellas de orujo y coñac para hacer más llevadero el velorio. Nadie la vió llorar en público y cuando llegó el momento de salir para la iglesia, despidió al cuerpo del abuelo en el zaguán negándose a seguirlo a la iglesia, a pesar de los requerimientos del cura.
No se puso de luto porque siempre se lo había prohibido el abuelo César, pero se tintó el pelo de malva y hasta la ropa interior que usó a partir de entonces fué de ese mismo color. Y ya nunca más volvió a pisar la calle. Tapó la televisión con un tapete de hilo y puso encima una imagen del Apostol que compró en un viaje que hizo con el abuelo a Santiago, guardó la radio en el trastero porqué decidió que la única música que quería oir era el viento zoando entre los chopos y el arrullo de las tórtolas cuando bajaban a bañarse al pilón de la huerta.
A partir de ese día la abuela Hermelinda se apropió del viejo sillón en el que el abuelo pasó las horas muertas escribiendo. Enfrente tenía el muérdago a cuyos piés habían enterrado envuelta en una saqueta de terciopelo a la vieja " Gilda " madre y abuela de todo los gatos que ahora campan a sus anchas por la huerta y la casa. Hace muchos años llegó el abuelo a casa con una gatita siamesa metida en el bolsillo de la americana, apenas más grande que un puño. Cuando la abuela la lavó en la pileta de la cocina vió que todos los que ella creía lunares no eran más que pulgas que se ahogan en el agua. Fué el primer y último baño de la gata pues nunca dejó repetir la experiencia.
La abuela sentada en el sillón, con el cesto de la costura sobre el regazo cosía botones de nacar en el lóbulo de las orejas de la última camada de gatitos que parió una de las gatas para distinguir a los de casa de los otros callejeros que se cuelan en el jardín en busca de comida. La abuela pintaba de rosa las patitas de las salamandras que dormitaban al sol en las tapias de la huerta, cazaba grillos para pintarles una pincelada de purpurina en el lomo y anudaba cintas de plata en las ramas del muérdago para dar más color a su mundo.
Anoche la abuela Hermelinda salió a la huerta y movió el sillón que estaba bajo el nogal para que las ramas no le impidiesen ver el cielo. Se sentó a esperar que comenzasen los fuegos artificiales. A lo lejos se oía la música de la orquestina que habían traido para la verbena de San Roque. Un gatito saltó a su regazo buscando que lo rascase. Se arrellenó en el sillón y apolló su cabeza en el respaldo mientras comenzaban a subir los cohetes. Con el ruido el gatito salió espantado y la abuela soltó una risa silenciosa. Las luces llenaban el cielo y poco a poco notó el bendito olor a pólvora quemada. Con el último cohete la abuela pensó que ya estaba bien de luchar, cerró los ojos y dejó poco a poco de respirar mientras una nube de color malva cubría el cielo de la huerta.

5 comentarios:

Yogui dijo...

Hola Osanxirole!Me ha encantado tu blog.Esa manera de contar las cosas tan llana y directa que tienes,hace que sea muy ameno.Saludos desde la costa catalana donde a partir de ahora tienes un fiel seguidor.

cal_2 dijo...

Gracias Pepe, desde el interior del levante....aunque más me gustaria estar en la costa. Procuraré no aburrirte.

Anónimo dijo...

hola desde la costa de castellon tenia yo la necesidad de leer a mi mejor escritor sigue asi

cal_2 dijo...

peuqño-pequeño sé que en Castellon o Calasparra o en la Conchinchina, vas a seguir leyendome...pero eso no porque yo escriba bien, sino porque tu me quieres mucho. Buen dia el de ayer, eh ¿

Anónimo dijo...

no te lo puedes imaginar y luego dicen que hay que ver monumentos ja ja ja