martes, junio 09, 2009

Y con esta, van doscientas



La Jesusa llena el remolque con las verduras que ha sacado de la huerta esta mañana, todavía húmedas del rocío. Zanahorias, berzas, patatas, cebollas y pimientos brillan por la luz del sol de invierno que atravesando las nubes hace brotar destellos de su superficie. En un rincón del carro van unas " madas de cimos " que ha reservado para la Paqui, la pequeña de doña Gloria la del practicante, que se vuelve loca por ellos con la flor de las nabizas tan tiernecita. Demasiado regalona están criando a esa niña, piensa ella pero le dan buenos cuartos por ellos como para decir nada.
La Jesusa tendrá unos sesenta años, es bajita y pechugona con uno de esos pechos capaces de acoger a todo el mundo y donde uno desearía apoyar la cabeza para reposar de todas las penas. Apenas cuatro pelos blancos que oculta con un pañuelo de raso negro sujeto con un nudo en la nuca y que deja escapar un rizo rebelde, la cara está surcada por una maraña de arrugas que ha labrado la vida, la sonrisa timida para disimular su boca desdentada y la cara siempre risueña, con unos ojos azules de niebla que nunca dejan de reir. Siempre vestida de negro, envuelta en mil toquillas para combatir el frío que hace en el mercado, gruesas medias de lana que tapan las piernas gordas y llenas de varices, zapatillas de paño mercadas en la feria y toscas almadreñas para no mojar los píes, constituye su atuendo. En el buen tiempo deja alguna toquilla, no muchas que es de por sí friolera, y las almadreñas en un rincón de la alcoba.
La Jesusa tiene la huerta a la vera del río, cerca de las pozas de Peña Saldoira, donde más de un mozo atrevido se ahogó por no hacer caso del peligro que representan los remolinos que si atrapan a uno en medio tiran de él hacia el fondo de donde ya no se sale con vida. Todavía recuerda el susto que se llevó una mañana cuando al ir a arrancar unos repollos de la huerta, la Jesusa se encontró con una mano de cera que salía de entre los juncos de la orilla.
En la parte de la huerta que da al camino que lleva a Arnedo, tiene su casa. Allí vive con la " Florita " una gata tuerta casi tan oronda como ella, que pasa las horas muertas en el alféizar de la ventana de la cocina y cuyo único trabajo es contar las moscas que pasan por delante de sus morros, porque los ratones hace tiempo que han dejado de ser enemigos suyos y los deja campar a sus anchas. La casa es baja y rechoncha como ella también y en el tejado hay más musgo que a los piés de los robles de las carreteras. Gruesas lajas de piedra forman las paredes y a quién quiera oirlo, la Jesusa cuenta que esa casa la levantaron entre su padre y su hermano Augusto cuando ella era muy niña.
Pero su padre murió joven y a su hermano lo mataron al terminar la guerra junto al Ambrosio, el único hombre que gozó de sus mieles. Este duró algo más. Tan solo unos pocos meses en los que anduvo huido por los montes, pero algún malnacido puso en alerta a los civiles de su refugio y estos lo esperaron un amanecer de muerte, sin dejarlo ni darse cuenta. Desde entonces no dejó que ningún hombre se acercara a ella y el color negro fué siempre su compañía. Los años apagan las penas pero nunca las matan y aún hoy echa una lagrimita cuando ve la única foto que guarda de ella y el novio cuando volvían en barca de la romería del Padre Santo el año antes de que empezara la maldita guerra.
La Jesusa apenas duerme, por eso siempre está en pié antes de que despunte el sol por los altos de Outarelo. Se lava la cara con cuatro gotas en la palangana de su cuarto y se pone dos gotas de " Maderas de Oriente " tras las orejas y se viste muy rápida para no coger un mal catarro, que ya sabe lo que son las corrientes a esta edad y su casa tiene más corrientes que una central de Fenosa. Baja con cuidado y sale al patio desde donde la reclaman los angustiados balidos de la cabra " Blanquita " con las ubres a punto de reventar. Coge un taburete y el balde de zinc, se sienta junto a la cabra y con las manos callosas hace brotar la leche. Aunque haga el mismo acto a diario cada vez que ve rebotar la leche contra el fondo del balde le parece un milagro de Dios, que las hierbas que trisca la cabra todo el día se conviertan en esta delicia. Se levanta trabajosamente y mete el morro en la leche sin esperar a volver a la cocina. Se quita el bigote de nata con el dorso de la mano y siente comos se restriega " Florita " contra su pierna pidiendo su desayuno.
Ella es de poco comer y con la leche de la cabra y los tazones de caldo con unto se va alimentando.
Se calza los zuecos y se pierde en medio de la huerta buscando las piezas más bonitas. Siente pena cuando las va separando de la planta o las desentierra como si de este modo fuese cortando sus racices con el mundo. En varios viajes va llevando aquello que ha recogido y lo acomoda con mimo sobre los sacos de arpillera que cubren el fondo del remolque.
Sube la cuesta trabajosamente, nota que cada día le pesan más las piernas o tiene menos fuerza en los brazos o las dos cosas juntas y emprende el camino de la villa. Jirones de niebla suben del río y hace un día entre nublado y alegre con el sol que lucha por salir. Se cruza con los primeros vecinos y para todos tiene un buenos días y una sonrisa que más parece una mueca pues mantiene los labios bien apretados para que no se fijen en el hueco de los dientes.
La primera parada es en la casona de los señores de Moure, cerca del barrio de la estación. Estos sí que son finos, unos señores de los de antes que no la hacen entrar por la puerta de atrás ni discuten el precio de las cosas. Siempre está la señorita Raquel esperando tras la verja para escoger la verdura más apetitosa para su marido, el pobre bastante tiene con lo suyo, así que todo cuidado es poco. La señorita Raquel es menuda como un gorrión, un pecho de la Jesusa abulta casi tanto como toda ella. Habla muy bajito y mira continuamente hacia atrás, hacia la ventana del dormitorio donde descansa su marido.
A veces, cuando llega el buen tiempo y la Jesusa se retrasa, también está el señorito en el porche, sentado al sol en una silla de ruedas. Es muy serio, con una cara pálida como un San Luis y un mechón lacio de pelo rubio cayendo siempre sobre la cara. La gente dice que parece inglés y apenas habla con nadie, pero a ella nunca deja de dedicarle un saludo. La Jesusa vió una vez una película de mucho llorar, " Lo que el viento se llevó " y el señorito Chucho le parece igual al artista que hacía el papel de hombre triste, el que estaba casado con la que tenía cara de santa. Una gruesa manta de cuadros escoceses cubre las piernas sin vida del señorito y en sus manos tiene siempre un libro.
Un día esperaba su llegada la cocinera, porque la señorita había tenido que salir. La Nicolasa es cualquier cosa menos callada y en un verbo la pone al día de lo que se cuece en la casa. El señorito había tenido fama de plantado y se decía de él que había dejado sembrado el valle de hijos. Una mala caida del caballo de vuelta de una correría había terminado con todo. Fueron meses muy duros en el sanatario del doctor Pimentel y allí conoció a la señorita Raquel, aunque por entonces no era más que una moza que ayudaba a las monjitas en el cuidado de los enfermos.
Cada día pasaba más horas junto al enfermo y siempre estaba dispuesta a llevarle un caldito o empujar la pesada silla de ruedas por el jardín hasta el cenador y allí leerle una y otra vez las novelas de Blasco Ibañez. Una tarde Chucho le dió la noticia más temida. El doctor Pimentel dijo que ya no podían hacer más por él y que fuese pensando en volver a casa. A bocajarro añadió si quería casarse con él. Raquelita respondió que sí de modo irreflexivo pero cuando volvió a casa la amdre y las hermanas la tildaron de loca por unirse a un tullido, que no era ni hombre. El dinero todo lo tapa y no sé sabe bien como pero Chucho esgrimió un certificado del médico en el que se aseguraba que estaba impedido pero que podía ser padre. Con eso y con otro tapabocas para el párroco que en principio había sido de los que más desproticaban, se casaron un amanecer en la capilla de la clínica y le luna de miel fué el viaje de vuelta a la casona del pueblo. Por eso la señorita, remata la Nicolasa, está siempre tan triste, porque no puede tener hijos y su madre y las hermanas andan tras ella por haberse unido a un mermado.
La Jesusa dice adios y empuja el carro camino del mercado. Espera que se animen las mujeres, aunque ya sabe que le tocará estar a la repelea para sacar cuatro cuartos. Que si pesa más la tierra que las patatas, que si las nabizas están secas, la canción de todos los días. A media mañana se acerca al puesto del churrero y pide media docena de churros que moja en una copita de " Marie Brizard ". Habla con los parroquianos que estén desayunando y vuelve al puesto para seguir peleándose con las rezagadas.
Al final de la mañana malvende el género que le queda para no volver con carga a casa, se despide de la churrera y emprende la vuelta a casa. Hace una parada en la farmacia de Don Juanín, se acerca al mostrador y sin necesidad de pedir nada, saca el pañuelo con las monedas que lleva metido en el sujetador, separa seis pesetas y las deposita sobre el cristal. El mancebo envuelve en un poco de papel blanco cuatro tabletas de " Sedalmerk " y la Jesusa guarda su ración diaria de droga en el bolsillo.
Empuña las barras del remolque y se acerca hasta la puerta de la iglesia para saludar al Cristo. Abre la puerta y ve al fondo de la nave la lucecita del altar. Reza un padrenuestro apresurado y cuando deja cerrar la puerta oye dar las dos en el campanario. Están cerca las novenas del Cristo, va pensando y no se las perderá por nada del mundo, pero le da reparo que vea su boca desdentada. Claro que si pone un trozo de patata mondada en la boca o sujeta un trozo de algodón entre las encías podrá disimularlo. Aunque le tocará no hablar a la salida de la novena. Ya se verá.
Pasa ante la panadería. Es lo que más le cuesta de todo el día. En la puerta suele estar el panadero, " el fudre " como ella lo llama para sus adentros. Pequeño y redondo como una hogaza de kilo, pone cara de sorna cuando la ve aparecer y se saca el reloj de oro del bolsillo del chaleco haciendo un molinillo con la cadena. Todo el pueblo sabe que cuando daba el " paseo " a los rojos les quitaba los relojes de la muñeca o del bolsillo y después alardeaba de ello en la plaza. Y ella no puede olvidar que esa saboneta era la misma que su padre le dió a su hermano cuando partió para el frente.
Pasa de largo sin mirarlo, escupe de sesgado porque la boca le sabe a hiel, lo deja atrás y siente su risa burlona clavada en el cogote. Empuja con brío repentino el remolque y enfila el último tramo hacia la casa. Al fondo del camino brilla el río y la mancha acogedora de su tejado. Allí se siente segura.

Nota : madas de cimos son los manojos de los brotes tiernos de la nabiza. Al menos así se llaman en el pueblo de mi madre

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