miércoles, junio 24, 2009

Mañanitas de San Juan


Desde que tengo memoria lo primero que hago en cuanto me levanto de la cama la mañana de San Juán es meter de bruces la cara en una palangana con agua y pétalos de rosas que hemos dejado preparada la noche anterior. Esa costumbre la tomé de mi madre y esta, a su vez, de la suya la abuela María la Buena y, según decía esta, lo hacía para borrar todas las cosas malas que se habían ido acumulando en nuestro corazón a lo largo del año anterior.
Mi abuela también nos contaba que esa noche el diablo mayor llamaba a capítulo a todos los diablillos en lo alto del monte más alto y los repartía por los confines de la tierra con un saco al hombro lleno de moscas, mosquitos y demás bichejos para que los fuesen esparciendo por tierras y valles. Claro que en la actualidad, con eso del ateismo que nos invade y el desbarajuste del cambio climático debido a los agujeros de la capa de ozono, las plagas de insectos no se atienden a razones y empiezan a picar sin esperar a la llegada de este día.
La noche de san Juan siempre ha tenido un halo de magia y la preparación de la hoguera nos llevaba de cabeza a todos los críos del barrio durante muchos días antes. Recogíamos leña y muebles inservibles, llantas viejas y juntábamos cuatro perras cada uno con los que comprar sacos de piñas en la carbonería. Con todo ello preparábamos la hoguera que se encendía sobre las diez de la noche para que, cuando diesen las doce, ya estuviese preparada la cama de áscuas que había que saltar. Era noche de risas, de sar chorizos y patatas en las brasas y de recorrer las calles cercanas para comprobar que las demás hogueras eran una mierda al lado de la nuestra.
Año tras año repetimos el mismo ritual del agua de rosas pero en un par de ocasiones la situación fué algo más complicada, puer era difícil conseguir la materia prima.
Hace una porronera de años nos fuimos un grupo muy numeroso de amigos a pasar esa noche en San Pedro Manrique, un pueblo situado a unos 50 kilómetros de Soria en medio de tierras asperas y rojizas que más parecen desierto que vega y que son famosas porque esa noche los habitantes del lugar cruzan por encima de una gran cama de brasas ardientes sin quemarse, normalmente con otra persona a horcajadas sobre sus lomos. Después de ver el espectáculo y con el cuerpo animado por una queimada preparada a la luz de las estrellas, me acordé de las rosas y a las tantas de la madrugada me puse a dar vueltas en busca de algún jardín donde robar unas cuantas flores. Al fin encontré unos rosales trepadores junto a una larga tapia de adobe muy cerca de donde habíamos montado el campamento. Arranqué un buen ramo y me volví tan contento para dejarlas macerando en agua al relente de la madrugada. Al hacerse el día nos fuimos desperezando todos y saliendo poco a poco de las tiendas de campaña, arrastrando cada una su resaca como mejor podía. Metí la cara en la palangana con los pétalos y al levantar la vista me fije que había robado las rosas en las tapias del cuartelillo de la Guardia Civil.
Hace tres años, poco después de trasladarme al Levante, estuve a punto de olvidarme de la tradición. Estaba ya a punto de meterme en la cama cuando me vino a la cabeza el recuerdo de las rosas. Me vestí a toda prisa y me lancé a dar vueltas por el pueblo en busca de algún jardín, pero en todos los que encontré no había rosales y si los había, no tenían flores. A medianoche metí los piés en una fuente cercana a la iglesia y de pronto me fijé en unos cuantos rosales que había a un costado del templo. Había tres o cuatro flores raquíticas, pero menos era nada. Cuando estaba a punto de arrancarlas, se abrió la puerta de la casa parroquial y salió el cura a la calle. Para disimular hice que hablaba por el móvil mientras daba vueltas por el jardincillo, pero el maldito cura no se metía para dentro y no veía el momento de que me dejase en paz. Al cabo de un buen rato de disimular hablando al teléfono apagado, se metió para dentro y cuando estaba cortando las flores se abrió el balcón y el jodido cura empezó a dar gritos preguntándome que hacía. Salí huyendo sin mirar atrás pero contento porque a la mañana siguiente tampoco me faltaría el agua purificadora.

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