miércoles, abril 01, 2009

Otra de viajes



I. Poco tiempo después de conocer a Alfonso, tuve que volver a casa de mi madre para pasar los días que faltaban hasta el comienzo del nuevo curso. Un tormento paliado en parte por largas cartas diarias en aquellos tiempos en los que los móviles o el ordenador era un sueño de película de Julio Verne. Veinte veces al día me asomaba al balcón esperando que el cartero enfilase la calle para bajar las escaleras de dos en dos y recoger su carta. Veinte días, 480 horas, 28.800 minutos pasaron hasta que volví de nuevo a Valladolid y el reloj desgastado de tanto mirarlo.
Como yo seguía interno en el colegio y todavía no habíamos buscado un sitio donde estar juntos, algún fin de semana nos refugiamos en alguna pensión del centro de la ciudad. Sitios baratos porque dinero no había mucho, la verdad. Recuerdo un hostal en la plaza de Santa Ana, " La Burgalesa ", un sitio que me pareció el summunm del lujo porque hasta tenía un mostrador dorado en el vestíbulo y nos tomaron los datos para rellenar una ficha. Claro que me las vi duras para explicarle a mi madre cuando, al año siguiente, llegó una carta de la dirección del hostal felicitándome por mi cumpleaños.

II. Sería a finales de noviembre cuando Alfonso me sorprendió con la invitación de ir a pasar un fin de semana fuera de Valladolid. Nuestro primer viaje juntos. No sé que mentira tuve que contar en el colegio para faltar unos días pero, dada mi fama de buen chico, no me plantearon problemas. Y un viernes a la tarde nos fuimos en un tren renqueante hasta Medina del Campo, lo menos a una hora de distancia. Toda una aventura. Y en un hotel de verdad, nada de pensiones baratas, con dormitorio y una salón privado para nosotros solos. Abrió la maleta y sacó un par de " benjamines " de cava y brindamos los dos. Salimos a recorrer la ciudad y me llevó hasta un teatro donde había actuado con el " Corral de comedias " haciendo el papel de Rabelín de uno de los entremeses de Cervantes. Una vez más conseguía sorprenderme. Cada día me sentía más feliz de haberlo encontrado. Tengo vagos recuerdos de la ciudad. Subimos al castillo de la Mota donde todavía estaban presentes por todas partes los recuerdos de la Sección Femenina de la Falange con los retratos de su fundadora, esa virgen con cara de vinagre que, según se cuenta, intentaron meter entre las sábanas de Hitler.

III. Ese invierno menudearon los viajes de fin de semana a Madrid para ver teatro, un mundo que apenas conocía y que gracias a él me llegó a fascinar. Era un auténtico maratón para intentar ver la mayoría de obras y de exposiciones, con un contínuo correr de un sitio a otro para ver cuantas más cosas, mejor. La función del viernes a la tarde, las dos del sábado y la primera del domingo. Y siempre había montajes interesantes e innovadores. Dormir en algún hostal de la calle de la Cruz, el Marlasca que todavía sigue en activo, con unos dormitorios destartalados, con el sommier de la cama desvencijado y su lavabo en el rincón donde, si uno se empinaba bien, podía mear cuando daba el apretón de media noche. O el otro que estaba en las traseras de Gran Vía y al que le faltaba una de las paredes de la fachada, cubierto con grandes lonas. O aquel de la Puerta del Sol en el que, de pronto, se rajó el cristal del lavabo porque habían puesto una bomba en la cafetería que estaba en los bajos del edicio. Los bocadillos de calamares o las mollejas fritas o las comidas en los figones de El Rastro. " El público " de Lorca en el María Guerrero o " Las criadas " de Genet con la Nuria y la Mayrata en el Español o Luis Merlo haciendo de madre en " La casa de Bernarda Alba " de Lorca. Todo era una borrachera de emociones en unas personas ansiosas de comer la vida a bocados.

IV. Pero nuestras primeras y auténticas vacaciones fueron al año siguiente de conocernos. Alfonso llegó en el " catalán " desde Valladolid y yo me subí al tren en O Barco y ya seguimos viaje los dos juntos hasta La Coruña. Por fin disponíamos de una semana para los dos solos, lejos del colegio y de las ataduras de mi madre. Imagino que tendría más de una bronca antes de iniciar las vacaciones, era la tónica general cuando intentaba sacudirme el yugo de mi madre, pero tenía muy claro cuales eran nuestros intereses. estar juntos.
LLegamos a la ciudad a primeras horas de la mañana y estuvimos dando vueltas por el centro en busca de un sitio donde dormir. Miramos en varios sitios, pero los precios eran altos para nuestro bolsillo hasta que encontramos una casa cerca de Los Cantones donde nos dieron alojamiento conforme a lo que estábamos buscando. Era en el cuarto piso de un caserón antiguo al que se llegaba por unas gastadas escaleras de madera iluminadas por una gran claraboya en el techo. La habitación tenía una ventana que daba a las escaleras y que nos restaba toda intimidad pero una gran cama cubierta por una colcha de rasos de colorines que ocupaba casi toda el espacio nos esperaba acogedora. Para ir al servicio, una taza de retrete en un cuartucho de la galería, había que atravesar la cocina en la que colgaban a secar las sábanas lavadas de otros huéspedes y donde una abuelita muy pequeña estaba sentada en una
silla baja de enea junto a la lumbre.
Después de desayunar un enorme tazón de café con leche y pan nos lanzábamos a recorrer la ciudad, siempre en busca del mar. Del Orzán a Riazor, andando hasta el faro, no quedó rincón que no pateásemos. Para Alfonso el mar ha sido mágico en todo momento y me contagió de su apetencia. Fueron tres o cuatro días de callejear, de tomar chatos de ribeiro en tabernas y de comer pescado en las casas de comida de la parte vieja. Y de caer rendidos por las noches en nuestra cama colgada del cielo.
La última mañana compramos un pollo asado en la plaza de María Pita y seguimos viaje en un viejo tren con vagones antidiluvianos, con visillos en las ventanillas y asientos de madera que tardó una enormidad en llevarnos a Santiago de Compostela. No recuerdo donde buscamos nido pero nunca hemos olvivado que comimos el pollo asado, tal vez una de las comidas más deliciosas que hayamos hecho nunca, sentados a los piés del monumento a Rosalía que está en la alameda de la herradura. Allí los dos juntos, arráncando tajadas del pollo con las manos y bebiendo del gollete de una botella de vino blanco nos sentimos en el más feliz de los mundos.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

mear en un lavabo ajajaja maranin

cal_2 dijo...

peor saria sacar la cola por el balcon....bobin

redondeado dijo...

Anónimo dijo...

hacia dias que queria yo haber echo un comentario a este prcioso articulo ,pero no se como espresarme y creo que lo voy hacer a mi manera ¡joder que bonito que a uno le quieran asi solo se desprede ternura no cambies

cal_2 dijo...

Hermano pequeño, tu sabes bien que despues de tantos años ni él ni yo queremos cambiar. Y tambien sabes cuanto te queremos