lunes, enero 12, 2009

Otra ración más de recuerdos



Hurgando en mi memoria he encontrado una serie de personajes que, como en relatos anteriores, quiero que vuelvan a vivir y a los que conocí en los veranos de mi infancia pasados en el pueblo de mi madre.

Cuando era niño siempre oí contar que " la Mivida " había sido un portento de belleza en su juventud y que bajó al valle procedente de alguna aldea de la montaña por la parte de Trives. Guapa y sin oficío ni beneficío, anduvo dando tumbos de un hombre en otro y lo único que sacó en claro fué una recua de hijos que se criaron a la buena de Dios desperdigados por el pueblo. Cuando yo la conocí era ya una vieja peqeñita con la cara como una pasa y siempre vestida con trapos viejos con la cara envuelta en una pañoleta negra anudada a la barbilla, por la que sólo asomaba nariz y mentón y siempre con una vara en la mano que usaba a modo de bastón y con un zurrón colgado del pecho. Rondaba por las casas de las señoras de bien en busca de las sobras de comida y de ropa vieja siguiendo siempre la misma ruta. De todos sus hijos solo recuerdo a uno, la Teresita, una mujerona de rompe y rasga bien plantada y con una lengua capaz de despellajar a todos los santos, con una melena corta muy rizada y teñida de rubio con agua oxigenada y unos labios chillones de color bermellón. Siguió los pasos de su madre, llenando de hijos la inclusa de la capital y, pasado el tiempo, heredó mote y casa donde pedir socorro y aprendió a tratar con humildad y zalamería a las señoritas.

" El Cua-cuá ", en la época en que lo conocí, tenía un puesto de revistas y de tebeos en un local de la carretera. Se llamaba Juan y era pequeño y contrahecho, muy cegato con gafas de culo de vaso y una joroba que lo hacía andar totalmente encorvado. Tenía las piernas tan arqueadas que podía pasar el tren " sanghai " por en medio de ellas sin rozarle los muslos. Iba siempre muy acicalado y hablaba con mucho requiebro y prosopopeya sobre todo a las señoritas casaderas, porque todavía se consideraba en edad de merecer. De joven había sido peluquero de señoras y a una tía mía siempre le oí contar que cuando estaba arreglándole el pelo, el bueno de Juan, poniendo ojos en blanco y boquita de monja, decía " Dios me va a castigar por poner los ojos tan alto... " mientras dejaba escapar un débil suspiro. Odiaba por encima de todo el mote con el que se le conocía y un día mis primos me dijeron que fuese a la tienda. Entré con la lección bien aprendida diciendo " Buenos días, soy el nieto de Doña María la del armero y me ha dicho mi abuela que me dé el último tebeo del Capitán Trueno, que ya se lo pagará ella, señor Cua-cuá ". Oir su mote y salir tras de mi como una fiera fue todo uno, menos mal que no me pilló. Pero esa noche, en la misa, fue con el cuento a mi abuela y yo dormí con el culo caliente.

" El Castrones " era el mariquita oficial del pueblo. Oficial, pero no reconocido abiertamente. Y sabes, lo normal, no le des la espalda, no te agaches y esas lindezas que tanta gracia nos hacen. Todo el mundo de reía de él a sus espaldas, pero a la cara todo eran parabienes y sonrisas porque era de una de las mejores familias del lugar. Tenían la mejor tienda de tejidos del pueblo y allí había que acudir si se buscaba una pieza de tela fina para un vestido de verano o un buen abrigo de paño. Muy delgado de cuerpo, seco com la mojama y tieso como una vara, trajeado en invierno y verano, sin quitarse nunca la corbata, con el pelo engominado, las mejillas tersas y finas como si se afeitase dos veces al día y una voz que parecia bañada en caramelo. Un día le dijo a un primo mío que andaba de oficial en un petrolero: " Tu que viajas tanto, podías traerte un senegalés para aquí ".

Don Miguel no tenía mote y hay de a quién se le ocurriese adjudicarle uno. Era el párroco del pueblo, la imagen típica de un cura de ordeno y mando. Como es lógico y dada la época, siempre vestido con sotana y una capellina corta que le llegaba hasta la cintura, sonrisa beatífica y unas enormes gafas negras, gastaba una gran tripa y un vozarrón que empequeñecía a los que lo reodeaban. Alternaba las sonrisas con las voces destempladas y todo el mundo le ténía un respeto trufado de miedo. Paseaba por la plaza arriba a abajo para hacer tiempo antes de la misa, arropado por su corte de beatas ataviadas con hábitos del Nazareno o de Santa Rita y levantaba la mano para bendecir a su paso a los señoritos que tomaban el café en los veladores del casino. Un verano me acerqué a comulgar vestido con pantaloncito y un nicki de maga corta. Me puse en la fila y al cercarme a él me dió un bofetón gritando que así no se recibía a Dios en su parroquia.

En el portal vecino a la ferreteria de la abuela tenía su negocio " el Tixolas ", zapatero remendón experto en dejar como nuevo el calzado más estropeado. Sentado en cuclillas en una sillita baja de enea, tapado con un enorme delantal de cuero y la cara y las manos siempre negras por el betún, trabajaba de sol a sol para sacar adelante a una caterva de hijos. Apreciaba mucho a la abuela y siempre que esta salía de casa a dos único sitios que drecuentaba ( la iglesia o el mercado ), el remendón se levantaba y salía solícito a la puerta para saludarla. Un atardecer volvía a casa uno de mis tíos después de haber pasado las horas muertas en el casino y oyó ruido dentro de la despensa de casa. Creyendo que había un ladrón comenzó a dar voces pidiendo ayuda. Apareció como una exhalación " el Tixolas " mientras decía: " Qué salga el que está ahí o le saco tipas, tiro río y ni Dios se entera ". Al abrirse la puerta apareció Africa la cocinera de casa, muerta de mierdo y con la cara llena de chorretones de chocolate.

Me imagino que la familia de " los churreros " tendría su nombre, pero todo el mundo los conocíamos asi, en bloque, porque los tres iban siempre juntos a todas horas, tanto en el puesto del mercado, como en la iglesia o, más raramente, en el paseo de la Plaza. Envueltos en grandes delantales blancos, él de la madre adornado con grandes volantes de puntilla despachaban churros y carajillos en el mercado y todos los días al terminar la faena, de vuelta a casa, hacían parada en la farmacia para comprar un tubo de diez grageas de " Optalidón ", un calmante que posteriormente se retiró del mercado pues llevaba opiáceos enb su composición. Todos los días mercaban diez grageas para repartir entre tres, salvo los sábados que compraban el tubo de 25 para el colocón del fin de semana. Y los tres, tan contentos. Y lo mismo hacía la Jesusa, la verdulera que entraba en la farmacia, sacaba el pañuelo con las perras que llevaba metido en el sostén y ponía seis pesetas para llevarse cuatro pastillas de " Sedalmerk". Ocho los sábados, claro. Y ella vivía sola.

La señora de Salinas pertenecía a la flor de la aristocracia local. Su padre había sido un sportman inglés que aterrizó en el pueblo a mediados del siglo XIX para dar clases de gimnasia sin llevar un duro encima con el único bagaje del exotismo y que enamoró locamente a una dulce señorita de la familia más rica del pueblo. Como es de preveer, el rechazo de sus padres fue total para el advenedizo pero se rumoreaba que este raptó a su amada y los encontraron a los dos en una pensión en los Cantones de La Coruña y que hubo de taparse la falta lo más rápida y discretamente posible. Doña Rosa de Salinas tendría los noventa años cuando la conocí, era menuda y arrugada como un monito, siempre elegantemente vestida con una gargantilla de seda y un camafeo de azabache al cuello que todos los días iba con su dama de compañía a misa de siete y a la vuelta, tras tomar la jícara de chocolate y picatostes, tocaba durante una hora el piano. Tal vez la primera televisión en blanco y negro del pueblo fue instalada en su casa con gran disgusto de la dama, molesta por tener su salón lleno de unos desconocidos que no habían sido presentados y que, además, no entendía por donde podían haber entrado en ese cajón, ni de que podían alimentarse. Murió ya centenaria y poco antes de irse de este mundo le decía a sus hijas, entre grandes aspavientos de estas: " Podíais venir alguna conmigo para el último viaje, que seguro que es muy largo y así no nos aburriamos... "
Y cierro la galeria con el coro de personajes secundarios al que podía llamar el de " Las que no se rinden " formado por un grupo de seis o siete señoritas, siempre han sido señoritas pero con aspiraciones de pasar a ser señoras y perder la virginidad. Las he conocido desde niño e ido creciendo, pero ellas son siempre las mismas, cada vez con más arrugas, cada vez con más capas de maquillaje para ocultarlas, que siguen aspirando a un novio que las lleve al altar. Hacen la ronda de los bares de la plaza, tomando sus vinitos a la hora del aperitivo con las tapas ( así no tienen que hacer comida en casa ) y repitiendo el mismo circuito al caer de la tarde con la vana esperanza de que aparezca algún forastero por el pueblo, las monte en la grupa de su caballo alazán y se pierdan los dos en la espesura del bosque.Digo yo, que ya me iré acordando de alguien más.

4 comentarios:

relatosweb dijo...

jajajjaa...qué buenas las descripciones de los momentos y de los personajes. Pero sí es cierto, retrotraerse a tiempos pasados supone hacer un ejercicio de Memoria Histórica que, en muchos casos, ha marcado y anclado la evolución del mundo rural.

Un saludo

Anónimo dijo...

Muy interesante
www.lavidaesdecolores.com

Anónimo dijo...

Describes como nadie el entorno y para uno es facil transportarse al pasado muy bueno

cal_2 dijo...

gracias a todos. Cada dia me divierto mas con esto