Susana siente con todas las fuerzas la presencia del teléfono móvil que ha dejado sobre la mesilla como si fuese un animalillo abandonado. Tan solo un gesto y puede tenerlo de nuevo en sus manos. Pero ya le duele hasta el alma hacer ese movimiento, cogerlo y desbloquearlo en busca del número de Jorge para, en el último instante, no apretar la tecla de llamada. Horas y horas de no pensar en otra cosa, de imaginarse que puede estar haciendo él en cada instante, con quién compartirá cada momento de la vida que ella no pueda fiscalizar. Eso es lo que la tiene más descorazonada, el no saber, el no estar en medio de Jorge y de las personas que puedan compartir retazos de vida con él. Nota como un fuego le sube por el pecho y repta como una serpiente por el lado izquierdo de su cuello hasta clavar sus dientes en la nuca. Sacude la cabeza con el deseo de que desaparezca la opresión pero no puede, está allí, enseñoreada en su mente y dominando todos sus impulsos, sus deseos.
Quisiera marcar el número de Jorge y, al oir su voz, colarse por el móvil a través de la distancia, de esos malditos, inemensos kilómetros que los separan, y aparecer a su lado para cercionarse que todo lo que él ha estado contándo es verdad. Que está solo, que no hace otra cosa que trabajar durante todo el día para regresar derrotado de cansancio al apartamento. Que vuelve solo y que nadie va a robarle compañia.
Pero Susana está en una situación en la que, aun cuando pudiese ver por sus propios ojos todo lo que él afirma, no creería lo que sus ojos viesen, sus oídos estuviesen mirando. Se levanta de un salto con las manos crispadas y un rictus de dolor en la cara y comienza a dar vueltas sin sentido por la habitación. Vuelve hacia el rincón donde está el móvil controlándola, lo agarra como rabia, cruza la habitación en dos zancadas, abre el balcón y lo lanza hacia arriba viendo como describe un graciosa curva en el aire antes de caer en picado en el vacío de la noche. Una enorme luna roja llena el cielo. Oye el ruido del trasto al estrellarse contra el suelo, lanza un suspiro muy hondo que se lleva con él la serpiente de su pecho y cierra despacio, muy despacio, las hojas del balcón, mientras le dice adiós a la luna.
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