viernes, abril 04, 2008

Comenzar a leer. Siempre leer



Mi primeros contactos con la lectura fueron a través de los tebeos como imagino le sucedió a la inmensa mayoría de los críos de mi época. Tebeos de segunda mano, claro está porque los nuevos eran muy caros y por el precio de uno del " trinque " se podían cambiar al menos diez viejos. Los locales de " cambio de novelas " eran muy frecuentes a finales de los 50 y solían estar en algún portal siempre ocupando un mínimo espacio.
Yo iba a uno cercano a casa que estaba en la Ruanueva. El negocio de Manoliño era un poco más amplio de lo habitual y ocupaba la planta baja de un viejo edificio de piedra. En el escaparate un letrero de cartón donde se leía " Se cambian novelas y cuentos ". Un pequeño mostrador con la caja situado a la izquierda, una fila de sillas bajas de enea pegadas a las paredes y tiras de cuerda donde se colgaban los tebeos con pinzas de la ropa, casi siempre las novedades que te permitían hojear hasta que uno se decidía. Por diez céntimos se escogía uno y se podía leer allí mismo con mucho cuidado de no doblarlo.
Con el duro que me correspondía cada domingo de la paga de la abuela Doña María La Seria iba con un montón de viejos tebeos a cambiarlos por otros que no había leido. Cuentos de hadas, de humor, algunos de " Hazañas Bélicas " y sobre todo de " El Capitán Trueno " o de " El Jabato " eran los más deseados. Por veinte centimos los tebeos viejos y por 50 los más nuevos, estiraba el duro todo lo que podía para cambiar todo lo que podía. Rebuscaba entre montones de cuentos más o menos estropeados, buscando aquellos que estuviesen en mejores condiciones. Y las tardes de los domingos eran maravillosas devorando un cuento tras otro.
Tambien compraba recortables de papel, casi siempre soldaditos para disimular pero, también muñecas de papel con sus vestidos de fiesta o de esquí, con zapatos, bolsos y todos los complementos. Me escondía en el water pequeño a recortarlas y las iba colocando entre las hojas de un viejo libro de mi padre. Cuando nadie me veía pasaba las horas muertas cambiándoles los vestidos hasta que alguien aporreaba la puerta y tenía que salir.
Cuando iba de vacaciones a El Barco devoraba unas revistas que había en el dormitorio de mis primas. Se llamaba " Chicas " y habia un montón de ellas amontonadas en una pequeña estantería en un rincón de su cuarto y a su lado había una pequeña imagen de la Inmaculada con las mejillas coloradas por el carmín de los besos de mis primas. Cogía a escondidas de una en una y me parecían el colmo de la sofisticación, con sus relatos de amor, consejos de belleza y demás cosas que debía saber una chica moderna. En la contraportada se veía un dibujo de un principe azul montado a caballo que ofrecía a su princesa las delicias que podía encontrar en " El Corte Inglés ".
Mi abuela María La Buena era una ávida lectora de novelas de amor. Mi madre se encargaba de surtirla de aquellas novelas rosa de Corín Tellado o de Carlos de Santander, que mi abuela devoraba, pasando las páginas de las novelas con la punta de las agujas de hacer punto a un ritmo endiablado. Pero no siempre era tan frívola, pues solía alternar novelas con novenas y devocionarios y todo se lo ventilaba al mismo ritmo, pasando de lo frívolo a lo sagrado sin apenas transición.
Con diez años entré en el Instituto y descubrí el fascinante mundo de las bibliotecas. Era un sitio tranquilo, que apenas tenía visitantes y allí me hice el cachicán de la bibliotecaria. No recuerdo de ella salvo una mancha gris, con moño y gafas doradas. Pero me permitía ayudarla y revolver todos los anaqueles llenos de libros, que me maravillaron desde el primer momento. De esa época recuerdo dos obras que me fascinaron: una, de puro tópica, no tiene sentido decirlo. Se trataba de " El Quijote ". La otra era una enciclopedia de unos 15 ó 20 tomos, encuadernadas en piel de color burdeos que intenté devorar uno tras otro: " El tesoro de la juventud ", una vieja enciclopedia que ojalá pudiese encontrar de nuevo y en la que conocí mundos maravillosos. Eran muchos tomos que recordaba como enormes y encuadernados en rojo carmesí, con cantos dorados. Cada semana sacaba de la biblioteca un ejemplar y me pasaba las horas muertas en casa leyendo todos los artículos, viajando por mundos lejanos.
De casa de mi abuela La Seria no solo salía con la propina que me permitía el cambio de tebeos sino que, en más de una ocasión, le afanaba una novelita de la colección "Pulga " que tenía mi tío Pepe en su dormitorio. Eran unos libritos diminutos en los que se publicaban todo tipo de novelas en versión muy abreviada y que para mi tenían una fascinación especial, tal vez porque en nuestra casa no había libro alguno.
Los que sí tenían muchos libros eran los vecinos del piso de arriba del pabellón de Oficiales en el que vivíamos. Su padre tenía un grado más que el mío, así que había que andarse con cuidado con sus niños. Aterrizaron en Lugo proceentes de Melilla y en su casa tenían hasta una auténtico frigorífico americano y no las neveras de cinz con bloques de hielo que teníamos los demás. y lo mejor, tenían montones de libros. Allí descubrí " Tarzán " y me leí de un tirón toda la serie. y Guillermo el Travieso. Y, sobre todo, Enyd Blynton y " los cinco ", una maravilla de niños intrépidos que descrubrían misterios con ayuda de un perro....que envidia, un perro, cuanto daría entonces por tener uno, pero eso ni se me ocurría decirlo en casa. Para poder leer tanta maravilla muchas veces tenía que pasar por un auténtico calvario, pues su dueño era un crío mandón y que le gustaba que los demás lo adorásemos y más de una vez, a poco de haberme prestado un libro, se presentaba en casa para que se lo devolviese por algo que le había parecido mal. Todavía recuerdo una de esas veces en la que fué tanta mi rabia que lo llamé " Sifilítico ". A saber que coño era eso, pero él se lo cantó a su madre, una malagueña flamencona, esta fué con la queja a su marido y este puso firmes a mi padre que paro eso era inferior en el escalafón. Joder, la paliza que me dieron fué sonada y al día siguiente, nada más salir al recreo, subí como una escopeta a la biblioteca para ver que era eso de sifilítico. esta visto que del sufrimiento siempre puede aprenderse algo....
Pero hay que evolucionar y el paso siguiente en mi grado de cultirización fueron las novelas de vaqeros. Esto lo tenía más fácil porque era lo único que leía mi padre. Así que me hice con una buena remesa de ellas y las guardaba en una carpeta de cartón como las de clase e iba con ellas a cambiarlas cuando había terminado de leerlas. Digamos que marcial Lafuente Estefanía ra el rey de la novela, con sus vaqueros de " seis pies y pico de alto, casi siete ", ¡¡ dios, que enormidad se me asemejaba eso ¡¡. Pero me gustaba poco porque todas eran iguales, asi que yo era más partidarios de las de Silver Kane y, sobre todo, de Keith Luger,mucho más divertidas en las que siempre había un borrachín simpático y el chico mataba más rapido y entre risas a los bandidos.
Ya viviendo en Monforte, las tardes de verano, en lugar de ir a aburrirme con las matemáticas en la vieja academia de Don Julián, emprendía con mi carpeta bajo el brazo la cuesta de Santo Domingo e iba subiendo lentamente y buscando la sombra para huir del sol de justicia de las cuatro de la tarde hasta llegar al Castillo y allí, al pié del torreón de los condes de Lemos, me tumbaba en la hierba a leer una de las novelas tragando las páginas hasta que el chico se perdía en su caballo hacia el horizonte o se fundía en un abrazo de pasión con la chica que se había enamorado rendidamente de él. Allí, con la espalda contra el muro de piedra y con el frescor de la hierba en las nalgas ( joder, cuando me pondrían por fin pantalones largos...), dejaba asomar mi cola y jugaba con ella frotándola contra la hierba hasta que me derramaba en ella. Bajaba la cuesta de vuelta con la sensación agridulce de la tarde ya pasada y, no sé muy bien como pero ese septiembre conseguí aprobar las malditas matemáticas, pasar a quinto curso y, sobre todo, conseguir unos pantalones largos que cubriesen mis patorras.
Por influjo de un compañero de colegio, Roberto, un chico lángido del que recuerdo que tenía el mismo perfil que el busto de Nefertiti que muchos años después ví en Berlín y que un dia, también mucho después, reconocí sentado a mi lado en un teatro de Madrid pero por un pudor tonto no me atreví a saludar, descubrí que había un mundo mucho más fascinante que el de los tiroteos o de los asesinatos con cianuro.
Comencé a ahorrar todo el dinero que podía para comprar novelas. Las más asequibles eran las de Plaza y Janés, libros que todavía conservo en la actualidad. En una librería de El Cardenal me permitieron acumular todas las que me gustaban y cada vez que reunía dinero iba a comprar algunas de las que me reservaban o, en un descuido de la dependienta meterme alguna bajo la camisa. Pearl S. Buck con su China mágica, Knut Hansum con " Pan " o " La trilogía del Vagabundo ", los mundos sofisticados de Vicky Baum o, sobre todo, el mundo sórdido y fascinante de un belga, Maxence van der Meerchs que con " Cuerpos y almas " hizo que me enamorase de la medicina, o con sus novelas sobre las miserias de las obreras de Lille me despertase el deseo de cambiar el mundo o su " Máscara de carne " en el que por vez primera leía que había un amor diferente, que la homosexualidad estaba ahí y que lo que me agitaba era posible.

Colofón.....más adelante contaré una bonita situación propiciada por este relato. Gracias

No hay comentarios: