martes, marzo 04, 2008

No siempre será igual



Efrén Wilson Gaulliyasaca tiene once años, pero parece un crío esmirriado de unos cinco como máximo. Produce dolor verlo desnudo sobre la camilla, enclenque, con unos bracitos que parecen a punto de romperse si no los agarras con delicadeza, el pecho excavado y atravesado de arriba abajo por la cicatriz de una intervención a corazón abierto cuando era poco más que un bebé que peleaba por vivir allá en Quito. Con la mirada triste, huidiza, no mira a la cara cuando le preguntas como se encuentra. Masculla un " estoy bien " mientras mira hacia el techo y pone cara de que la situación no va con él. Después de reconocerlo, de escuchar su rosario de lamentos su madre coge el cargamento de medicinas que necesita para que que su hijo vaya tirando y se despiden los dos con un " gracias " apenas audible.
Aparentemente nada va con él, siempre se le ve ausente y no se relaciona con nadie. En el colegio su cuerpo no resiste el ritmo de los demás, en los recreos está siempre en su rincón sentado en el suelo dejando que la arena resbale entre sus dedos y por su debil aspecto es el centro de las bromas de los brutos que se consideran los reyes de la selva. Tiene el aspecto impávido de los indios del altiplano como si nada fuese con él. No escucha las bromas y cuando le dan un empujón en la fila de clases ni una queja sale de su boca, jamás los acusa ante la profesora.
Pero su cabeza es un hervidero que las ventanas de sus ojos nunca dejan asomar al exterior. Rabia por ser débil, no poder correr como los demás y sentirse la diana de las bromas de todos, las niñas sobre todo. Que crueles pueden llegar a ser ellas cuando sienten que los pechos luchan por florecer, con esa animalidad pujante que lleva en sí el comienzo de la adolescencia. Le rozan al pasar por su lado y sueltan risitas flojas para ver como se encoje todavía un poco más.
Lo que más lo enfurece es percibir los cuchicheos a su paso y las sonrisitas de falsa compasión de las demás madres que cotorrean a la puerta del colegio para recoger a sus niños, orondas como pavas al comparar como sus hijos rebosan salud en contraste con ese pobrecito que ni con la cartera puede, pasito a pasito a la vera de su madre. Que suerte es tener alguién a quién compadecer para sentirse superiores.
Nadie sabe la curiosidad infinita que tiene por la vida, a nadie deja que entre en su interior pero sueña con un cuerpo vivo, que no esté retorcido y ser el que un día pueda superar a todos con sus ideas, ver como los demás lo respetan, ya que no lo quieren, poder sentir el miedo de los demás. Y mientras, devora todos los libros, se empape de todo el saber que un día pueda hacer que los otros chicos tengan que doblegarse ante él.
Y mientras mira impavido a su alredor, como si nada fuese con él, bromas, roces, compasión. Espera su momento. Tiene que llegar un día en que la pena se troque en miedo.

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