domingo, diciembre 16, 2007

La Argentina


Ahora que lo pienso, nosotros fuimos mucho más afortunados que los demás niños de la aldea, los que también tenían a su padre en la Argentina pero la de ellos era la de verdad, la que estaba al otro lado de la mar, mientras que la nuestra estaba al final de la escalera que subía al desván.
Rosaura, nuestra madre, nos desconcertaba. Por la mañana, después de lavarnos los morros en el agua fría de la pileta del patio, nos preparaba el tazón de leche con pan y manteca mientras nos metía prisa para que llegásemos temprano a la escuela, porque doña Manoliña se enfadaba con los rezagados y les pegaba con la regla de hierro en los dedos llenos de sabañones. A esa hora nuestra madre siempre parecía muy triste, con la cara alargada como la Virgen del paso de Semana Santa, toda vestida de negro. Y así seguía todo el día, enlutada, triste por el marido que se le había ido a la Argentina al final de la guerra. Nuestro padre había sido de los rojos, de los que entraron en el pazo de los Petouto cuando los campesinos creyeron que la República les iba a dar la vida. Por eso cuando llego muerte en lugar de vida, mi padre fué de los que tuvo que desaperecer como lamentaba mi madre a las amigas en el lavadero, mientras retorcía las sábanas húmedas con las manos huesudas como sarmientos.
Pero al llegar la noche, mi madre trancaba la puerta del patio, pechaba bien todas las ventanas para que no dejase pasar ni un resquicio de luz y se transformaba. Se quitaba la ropa de luto y se ponía unas batas de flores con volantes, los robustos brazos al aire, unas gotitas de " Maderas de Oriente " tras las orejas. Nos hacía cenar rápido y después de rezar el rosario y los interminables padrenuestros por todos nuestros muertos, incluidas las benditas Animas del Purgatorio, nos obligaba a trotar hacia las camas y despues de repartir besos a mis hermanas y a mi, nos recordaba que no se nos ocurriese salir de la habitación en toda la noche, que para mear estaban los orinales de loza y para beber la jarra de agua cubierta con un pañito de la mesilla. Que por las noches los pasillos eran peligrosos, que rondaba el " Sacamantecas " para chupar la sangre a los niños desobedientes.
Al poco rato se oían crujir los peldaños de a vieja escalera del desván. Un crujido, silencio, otro mas débil, silencio, un ruido más fuerte, silencio de nuevo y el resplandor fugaz de una luz bajo el quicio de nuestra puerta. Mis hermanas dormían como corderas, pero yo aguzaba el oido en busca de cualquier sonido. De pronto me parecía oir una risita sofocada del lado de la alcoba de la madre, un grito ahogado como de gozo, un temblequeo de las patas de la cama y después nada.... aunque a veces se oía roncar muy fuerte y eso que yo tenía entendido que las mujeres no roncaban. A vaces, al amanecer, creía sentir un aliento a café y el roce de un bigote sobre mi mejilla.
Una mañana me desperté con mucha fiebre, no podía apenas tragar y mi madre me puso un paño colorado muy caliente en la garganta y despachó a las pequeñas camino de la escuela. Poco después subió con una cataplasma de mostaza para ponérmela en el pecho y un vaso de leche con miel y una aspirina. Estaba medio adormilado por la fiebre pero veía que mi madre andaba muy nerviosa y no paraba de entrar y de salir del cuarto, subiendo y bajando al desván. De pronto dijo que tenía que ahora que estábamos solos en casa, me iba a contar un secreto, porque ya era medio hombre y sabía que no lo iba a revelar a nadie.
Salió corriendo de la habitación, subió al desván y sentí que bajaban dos personas. No podía creer lo que estaba viendo. Mi padre entró en la alcoba y su presencia llenó todo el hueco de la puerta. Nos abrazamos como locos los tres y me fueron explicando lo sucedido. Sabían que mi padre encabezaba la lista de los " rojos " a los que había que dar el paseo. Preparon un refugio en el fondo del desván y allí se ocultó, mientras mi madre hacía creer a toda la aldea que se había ido a Las Américas. Cuando no estábamos en casa, él podia salir por la parte de arriba, sin acercarse nunca a las ventanas y en cuanto volvíamos nosotros, se escondía de nuevo. Y por las noches, cuando nos creían dormidos, bajaba a la alcoba de mi madre para pasar la noche juntos.
Por eso le gustaban tan poco nuestras vacaciones, porque se tenía que quedar oculto todo el día. Pero ahora yo era otro complice en su secreto y pronto, cuando crecieran un poco más las pequeñas, todo sería más fácil.
Una noche, cuando ya estaba todo trancado, oimos golpear guijarros contra la ventana de la cocina. Mi madre nos mandó quedar quietos y abrió las contraventanas. Pedriño el sacristán estaba todo asustado y no paraba de hacer gestos para que mi madre le abriese la puerta. Don Froilán, el señor cura párroco de la aldea se había reunido con el señor de Petouto, el del pazo, y con el chupagaitas del alcalde para deliberar con mucho sigilo. Pedriño soolo oyó " o da Rosaura ", " roxo do carallo ", " cortarle los huevos"...y sin esperar nada más vino a avisar a mi madre. Esta sin pensarlo un momento, como si lo hubiese ensayado mil veces, le dió las gracias a Pedriño y le dijo que volviese en otro momento a por media docena de huevos, metió a las niñas en la cama quitándoles la ropa a tirones, trancó su puerta y me hizo subir al desván, en busca de padre. Bajamos en silencio las escaleras, llegamos al cortello de las vacas, apartó mi madre la cama de estiercol y toxos y apareció una trampa en el suelo. La levantó mi padre con esfuerzo, se metió dentro del agujero y mi madre cubrió de nuevo la trampa con el estiercol.
Nos subimos jadeando a las camas y, apenas si nos habíamos acostado, cuando se oyó una jauria de gritos encabezados por el señor párroco. Entraron en busca de " ese roxo de merda ", pusieron la casa patas arriba pero no encontraron nada. Ya amanecía cuando se marcharon furiosos prometiendo volver.
Por esa vez, la Argentina estaba a salvo....

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