sábado, febrero 20, 2016

Pepiño y las monjas





Pepiño, desde que comenzó a sentir el bullebulle en las partes bajas con todo el ímpetu de sus catorce años, ese hormiguillo que no le dejaba ni en sueños, siempre había pensado que no había cosa más hermosa que follarse a una monja de clausura, con su hábito remangado a la cintura y la toca revirada por el ajetreo. Bueno, si fuesen dos o tres las monjas, mucho mejor, eso no hay quien lo dude, pero tenían que ser de clausura, nada de esas monjitas modernas que van por la vida con ese aire entre cantante rockera desvaída y niñata deslavada . Pero la cosa no eran tan fácil como él quería. Intentó meterse a jardinero en el convento de las Reverendas Madres Adoradoras del Santo Escroto pero cuando se entrevistó con la madre ecónoma fue tal su excitación, tan llamativo el bulto que pujaba por salir en la entrepierna de su mono de trabajo, que fue despedido con una suave negativa y una estampa de san Caralampio de gran eficacia para la cura de los golondrinos, como aseguró la santa madre, tras cerrar tras él el portalón del convento, dando un portazo que resonó en todo el callejón de las Monjas.







Pensando, pensando dio en la idea de meterse a cura viendo lo bien atendido que estaba el señor párroco en la Rectoral, mano a mano entre la Eulalia y su hija, que se decían hermana y sobrina del cura, a pesar de que las viejas del Ropero de Santa Casilda murmurasen que aquello olía a azufre y que había puterio escondido. Mas Pepiño, que en la escuela no había conseguido aprender los quebrados o la regla de tres y que, cuando tenía un libro en sus manos, notaba que le engordaban con su peso las muñecas decidió que meterse los latines en la mollera no iba con él y al echar cuenta de  todos los años de estudio y de pasar hambres que le esperaban en el seminario, lo hicieron desistir de su empeño.
Pero un día, mientras se aliviaba manoseando una revista porno, le vino una idea luminosa a la vista de una travestorra que lucía sus encantos mixtos desde las páginas centrales. Podía hacerse pasar por mujer y meter la cabeza en un convento y, una vez dentro, meter la otra cabeza en toda la comunidad, dejando solo a un lado a las monjas tullidas y apolilladas después de tantos años de rezos y sacrificios.







Se gastó las perras en una depilación con láser de la barba y el bigote, se untó la cara con cremas hasta tener el cutis de una moza, se dejó crecer una melenita que aclaró con camomila y se compró en el mercadillo un atuendo de mocita honesta. Vestida con un jersey gris de angora que ocultaba unas tetas más falsas que la virginidad de la sobrina del párroco, una faldita de cuadros y zapatos de medio tacón con hebilla plateada, se presentó en la portería del convento de las Madres Adoradoras diciendo a la madre Portera que quería profesar como novicia.
La novedad, en esta época que las únicas novicias que llegaban al convento eran hindúes o malgaches, puso alas en los zapatones de la madre Portera y con la toca al viento, llegó hasta la celda de la Superiora, aporreando la puerta, más que llamando. Cuando tuvo el permiso para entrar, se tuvo que apoyar en la pared hasta que le pasó el sofoco para poder explicar el motivo de su alteración. La Superiora, que por algo era vieja y curtida, disimuló su alteración y dijo que le trajese a esa paloma a su presencia.
Pepiño siguió a la Portera con la mirada gacha y aire de candidez, mirando de reojo a las monjas con las que se cruzaba para calibrar el género que podía haber dentro del convento. La entrevista con la Superiora resultó más fácil de lo que pensaba y le contó que era una joven que se había quedado sin familia y que había pensado que su destino estaba entre esas paredes para dar gloria al Señor. A la Superiora la encandiló tanta sencillez y tanta honestidad como destilaba la postulante y le dio acceso a su corral, donde Pepiño esperaba pacer hasta saciarse.






Lo de los rezo, los ayunos y los madrugones no era de su gusto pero todo lo daba por bien empleado pensando en el día que pudiese cumplir su sueño. Menos mal que el hábito era amplio y con vuelos porque sino mas de una vez se habría visto en apuros cuando su pájaro pretendía volar a la vista de tantas palomas como lo rodeaban en el coro o en los claustros.
Pasaron los días y cuando Pepiño ya desesperaba de conseguir algo, notó que la hermana Angustias, una monjita menudita y dulce como la compota de higos se dejaba mirar entre el duermevela de los rezos matinales y que, cuando le pasaba el agua bendita, rozaba sus dedos con más intensidad y tiempo de lo habitual.  Un día, armándose de valor, se coló en la celda de la otra novicia aprovechando la hora de la siesta, en la que el resto de las monjas dormía plácidamente.
Pepiño era todo fuego, como la zarza ardiente del monte Sinaí. Arrancó tocas y rosario, hizo volar el hábito y se quedó en pelotas con su ariete dispuesto a derribar cualquier barrera. La otra monja primero chilló de sorpresa, pero su grito era ronco y no muy propio de una púdica doncella. Después echó a reír como una loca, tapándose la boca para que no se oyese su risa por los corredores. A continuación se levantó el hábito, se remangó los calzones y lo que dejó ver no era el pozo de los deseos donde pensaba sumergirse Pepiño, sino columna de mármol.



 

 Angustias, ya más serena, le confesó todo. No era Angustias, sino Agustín y era un mozo de Vilanova de Arousa que había usado el hábito y el convento para esconderse del " Malamadre ", un traficante de droga al que había traicionado y que había jurado hacerlo picadillo y echar su carne para engorde de los pulpos de las Rías. Le pidió silencio, si no quería cargar con su muerte sobre su conciencia y le juró gratitud eterna.
Pepiño volvió a su celda chasqueado, pero no con el rabo entre las piernas porque no había conseguido el alivio soñado. Y siguieron pasando los días y los rezos, sin conseguir nada. Ya Pepiño desesperaba de lograr su sueño cuando un día de principios de la Cuaresma, se precipitó todo y acabó con sus huesos en el cuartelillo de los municipales.






Resulta que por aquellos días había venido un curita nuevo al convento, porque el viejo capellán estaba baldado en cama con el reuma. El curita alto y rubio como la cerveza, pero la buena, la cerveza bávara, no hacía más que insinuarse a Pepiño creyéndola novicia. Una desgraciada mañana la arrinconó contra la cajonera de la sacristía y el cura, con la sotana arremangada y sujeta con la barbilla, quiso mostrarle a la monja el camino al cielo. Pero cuando tras arduo forcejeo encontró que era Pepiño y no Pepiña, rompió a gritar como cerdo en san Martín y se descubrió todo el enredo.
Ahora Pepiño, echado en el catre de la celda del cuartelillo rumia su amargura pensando en que habría sido más fácil soñar en tener relaciones con cazadores de orangutanes en Borneo que en quitarle esposas al Señor.








1 comentario:

no dijo...

Precioso relato