viernes, junio 27, 2014

Un domingo de antaño

Es común decir entre la gente de mi generación que los años de nuestra juventud fueron grises pero yo no conservo esa percepción. Sí, podían ser grises por todas las circunstancias en las que vivíamos inmersos por hoz y coz del general Patas Cortas, no lo niego, pero para mi aquellos recuerdos están teñidos  de mil colores más atrayentes que ese tono ceniciento con el que lo vestimos ahora en nuestras conversaciones.
 
Era a finales de los años cincuenta. Por aquellas fechas, a mi padre le adjudicaron una vivienda en los nuevos pabellones militares, recién construidos a escasos metros de una de las puertas de la muralla romana y allí nos trasladamos desde la casa del Parque donde habíamos estado viviendo de alquiler hasta entonces. Subimos de categoría pues aunque descendimos de un cuarto piso sin ascensor a un segundo, este era mucho más amplio y tenía dos enormes balcones verdes que daban a la calle. Unido a que la renta  bajaba a la mitad, era todo un lujazo para nosotros.
Los pabellones los formaban dos grandes edificios en forma de ele, unidos y separados a un tiempo por un enorme patio dividido en su centro por un murete de un metro de altura que era como el muro de Berlín. A un lado, en la casa con viviendas más amplias, estaban los oficiales y al otro, los suboficiales, marcando claramente la escala social en la que nos movíamos todos, porque el grado que tenían nuestros padres en el ejército se transmitía a nosotros de un modo más o menos inconsciente.






En el tercero izquierda vivía el capitán Hurtado con su familia. Dos hijas, una de mi edad y con la que aprendí a jugar a los " médicos " en un recodo del patio desde el que nadie podía vernos como le bajaba las bragas de algodón, una tía mayor que tenía cuatro pelos en la cabeza teñidos de rojo y que alimentaba a un enorme gato que dormía horas muertas al sol en el alfeizar de la ventana de la cocina con trozos de liviano y su mujer, una persona insípida y anodina que parecía no tener ni sombra.
A cabo de un tiempo, vinieron a vivir en la mano derecha, un coronel recién ascendido y que se trasladó con toda la familia desde Canarias. La mujer era justo lo contrario de su vecina de piso, una morena llamativa, siempre muy maquillaba y que hablaba sin parar. El colmo de los lujos: traían un enorme tocadiscos en el que escuché por primera vez a Nat King Cole cantando " Mujeerrrr...." y un inmenso frigorífico eléctrico que, en comparación con nuestras vieja nevera de hielo, me parecía el sumo de la sofisticación, pues era igualito que en las películas de Doris Day. Tenían dos hijos, una chica ya mayor para la que yo ni existía y otro de mi edad, rubiejo y pizpireta que me traía por la calle de la amargura, pues pretendía tenerme como un perrillo faldero porque su padre era más que el mío. Hasta que un día no pude más y le llamé lo que peor me sonaba: " sifilítico ", aunque maldito si sabía que era eso. La que se lió. El niño fue llorando a contárselo a su madre, esta le montó un escándalo a la mía en las escaleras y, de remate, su padre llamó al mío a su despacho del cuartel y, dada su superioridad jerárquica, le echó un chorreo de campeonato. Mi padre volvió a casa con toda la bilis dentro y me propinó un correctivo adecuado, una de las pocas veces que recuerdo me haya zurrado. Pero de esto saqué dos beneficios: uno, que el vecinito me dejara en paz y otro, que busqué en el diccionario el significado de la palabra, que siempre está bien aprender cosas nuevas.







Sin embargo no tengo el menor recuerdo de quienes pudieron vivir en la puerta frente a la nuestra. Si pienso en ello solo veo la puerta cerrada. De los vecinos del primero derecha ya he hablado en este blog hace tiempo ( " doña María y don Federico " ), así como de la que ocupaba la planta baja, la portera del edificio " " Doña Benita " ), así que ya no me enrollo más. Había un pequeño trastero en el portal donde mi padre tenía una mohosa ametralladora de la guerra civil que tiramos al Miño cuando se murió este y donde guardábamos el tabaco de contrabando con el traficaba la portera, cuando la avisaban de que iban a visitarla los sabuesos de Hacienda.
De los inquilinos del bloque de los suboficiales tan solo recuerdo a uno, el brigada
Del Monte, cuyo hijo Manolito fue uno de mis mejores amigos con el que iba a robar manzanas verdes a un huerto cercano o a buscar chapas de refrescos que estaban tiradas ante los bares de putas del cercano barrio de la Tenería. A mi madre no le gustaba nada que jugase con el hijo de un brigada, pero mi padre la callaba diciendo que Del Monte era una buena persona y que era muy cumplidor en su trabajo. Buenísima. Cuando pasado el tiempo murió mi padre y mi madre acudió a él en petición de ayuda se lo demostró destilando toda la hiel que años de servilismo y sumisión habían ido acumulado en su corazón, humillándola en su desamparo.
En las traseras de las viviendas había huertas y descampados donde jugábamos los críos con algunos de alrededor a la salida del colegio a las chapas o al clavo, aunque los que prefería eran la billarda o la rayuela.







Más allá se extendían las murallas romanas como un inmenso telón de piedra que cerraba nuestro mundo de juego. Al anochecer me gustaba ir hasta la cercana puerta de la muralla y apostarme en la Ronda para ver pasar los enormes camiones que llevaban el pescado desde La Coruña a los mercados de Madrid, dejando caer chorretones de agua que olían a sal y a mar.
Los días más felices eran los domingos. El color de la mañana de domingo para mi siempre era dorado. Se iniciaba con el baño semanal, un verdadero baño en una enorme bañera de porcelana y no en la tina de cinc en la que nos bañábamos cuando vivíamos en la casa del Parque. Vaho caliente que empañaba el espejo del lavabo, olor a jabón de la Toja y colonia fresca. La nota discordante la ponía la hora de peinarse con la cabeza pringosa de fijador Neibo a la que nos resistíamos inútilmente pues nuestra madre se negaba a dejarnos salir de casa si no llevábamos el pelo embadurnado de ese moco verde. Vestidos de domingo salíamos corriendo para no llegar tarde a la misa de la parroquia de san Pedro. Antes de entrar era imprescindible ver la cartelera de las películas con la clasificación que hacía la censura y que iba desde el " 1, apta para todos los públicos " hasta el " 4, gravemente peligrosa ". Un tablero de madera con el anagrama de Acción Católica encerraba pequeñas fichas rectangulares con los datos de la película y una sucinta reseña del argumento las devorábamos para hacernos idea de que iba cada una. Y ya en la iglesia, una enorme nave ojival, el cura lanzaba sus latines desde el altar mayor mientras yo recreaba las películas que podría, o sobre todo no podría, ver.





A la salida, ya liberados hasta la semana próxima, íbamos hasta la casa de la abuela en la calle de Conde Pallares. Tras entrar en un pequeño portal oscuro con azulejos en las paredes, y a medida que subía los dos pisos por las escaleras de madera que olían a lejía, me iba entrando una congoja pues sentía que allí no se nos quería bien. Nos abría la hermana pequeña de nuestro padre, siempre con aire adusto y pasábamos al cuarto de estar donde nos esperaba la abuela doña María.
La abuela, sentada en un sillón de anea, protegida tras las faldas de la camilla, su bastón con mango de plata a un lado. Vestida enteramente de negro, a veces se permitía un pañuelo gris al cuello, el pelo muy blanco recogido en la nuca con un prendedor y las gafas cabalgando en el puente de una nariz desafiante. Tras darnos un beso volado y hacernos un interrogatorio sobre los estudios y el estado de mi padre ( mi madre era inexistente para ella ), sacaba la baraja de un cajón de la rinconera. Esa era nuestra tarea dominical, hablar poco y jugar a las cartas. Al tute o a la brisca, pues nunca pudimos aprender la canasta que era lo que más le gustaba a ella. Mi hermano pequeño hacía trampas pues aprendió a ver las cartas de la abuela reflejadas en sus lentes y ganaba casi siempre.
 
El tiempo pasaba y la abuela no parecía tener ganas de terminar con las cartas hasta que mi hermano mayor le decía que era hora de ir a por las entradas. La abuela guardaba las cartas y nos repartía una chocolatina y un duro a cada uno. Teníamos que darle el papel de plata de la golosina y ella lo alisaba con la uña hasta dejarlo muy liso y luego lo añadía a una enorme bola de plata que estaba haciendo porque con ella se podría bautizar a un chinito infiel a través de las Misiones. Un beso rápido y un adiós a la abuela y a su hija para bajar las escaleras al trote, con el ánimo opuesto al de la subida.






De allí nos íbamos a escape a hacer cola en la taquilla del cine que habíamos elegido para esa tarde, siempre dentro de las toleradas aunque muchas veces las ganas nos iban hacia las vedadas. La cola siempre se hacía eterna, siempre con el miedo de que se terminasen las localidades antes de llegar a ella. Las localidades de butaca eran prohibitivas para nosotros, así que teníamos que recurrir a las que se llamaban de " silla " que estaban en el primer piso haciendo de barrera al " gallinero " en cuyos bancos corridos se apretujaba la gente que era de medio pelo. Con la entrada siempre pedíamos el programa de mano, aunque dependiendo del día que tuviese la taquillera lo conseguíamos o no. La verdad es que debía estar de mala uva muy a menudo.
Aunque no todos los domingos había cine. En ese caso la propina de la abuela iba al cambio de tebeos. A real los viejos y a dos reales los recientes, hacíamos el cambio en una tiendecita que tenía su puesto en la calle de la Ruanueva.  Un mostrador alargado tras el que se mostraban los tebeos recientes colgados con pinzas de cuerdas horizontales, como si fuese la colada de la semana.  Sobre el mostrador el tendero depositaba montones de cuentos separando los viejos de los nuevos. Era muy importante rebuscar el tebeo apetecido,  lo que implicaba manosear a conciencia los montones, con harto cabreo del tendero que veía que los íbamos deteriorando. Al final, con la remesa bajo el brazo me volvía tan contento para casa para disfrutar el resto de la tarde.







Pero si había cine la cosa cambiaba. Puntuales como clavos ante la puerta trasera del cine, pues el acceso al patio de butacas no lo conocí hasta mucho después, hacíamos largas colas sin importar la lluvia o el sol para, en cuanto abriesen la puerta, subir a la carrera hasta las localidades para conseguir sitio. Que alivio una vez sentados. Nos asomábamos por la barandilla para ver el patio de butacas con los asientos tapizados de paño, soñando con sentar las posaderas un día en ellas, en lugar de en el duro asiento de madera que nos correspondía. A medida que se ocupaban los asientos de nuestra zona, aparecían los acomodadores con sillas de tijera que colocaban en todos los huecos de los pasillos que se iban llenando con los rezagados, de tal modo que uno se quedaba aprisionado en su sitio hasta el final de la película.
Se apagaba la luz y comenzaba el " No-Do ". Que tostonazo. Otro pantano más que inauguraba Paco el Rana como llamábamos a Franco. O la muestra gimnastica sindical donde atletas con elástica blanca y mozas con camisas recatadas y faldas tobilleras hacían evoluciones sobre el estadio.
El cine se llenaba de olores a sudor y a humedad, a gentío amontonado y la calefacción a tope nos hacía sudar. Después venían los anuncios. Una serie de fotos fijas que iban pasando sucesivamente mientras nos íbamos repartiendo la titularidad de lo anunciado. Y tras el descanso interminable, al fin llegaba la película, casi siempre una americanada  a ser posible en tecnicolor y cinemascope. A mitad de la película apretaban las ganas de mear pero era impensable salir a los servicios pues no había un solo hueco disponible. La solución era fácil: sacar la cola por la pernera del pantalón y dejar fluir un riachuelo cálido procurando apartar bien los pies. Al encenderse las luces, se plegaban las sillas y se salían pisando un manto formado por cáscaras de cacahuetes, envoltorios de caramelo, serrín y orina. Y el olor reinante era el imaginable.
Salíamos del cine soñando todavía con la magia de las imágenes que nos habían envuelto a lo largo de la función y enfilábamos la vuelta a casa, a la cruda realidad. Cena rápida y a la cama que mañana era día de escuela.
 


 
 
 

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