domingo, mayo 13, 2012

Sor Empeño y su rebaño

 
La madre Empeño siempre hizo honor a su nombre. Desde que hace años llegó a la pequeña congregación de monjas de clausura pidiendo pasar unos días en busca de paz interior hasta el momento actual en el que parece haber conseguido sus propósitos, siempre ha seguido un camino claro, que pareciese trazado de antemano. Ahora, en la soledad de la celda pasa revista al día de hoy en el que toda la gloria y poderío de la Iglesia ha girado en torno a ella y a su rebaño.




Una mañana de febrero de unos veinte años atrás se presentó en la portería del convento de las Santas Perfecta y Virtudes, perdido entre pinares en las proximidades de una mortecina población castellana y pidió ser acogida con la esperanza de recomponer su vida. Nunca explicó los motivos de su anterior fracaso y este era uno de los temas recurrentes de los corrillos que formaban las monjas en su periodos de recreo. Un mal amor, la pelea con su padres, tal vez un fracaso profesional, sea lo que sea esto hizo que se encaminase al convento y lo que en principio iban a ser unas vacaciones se convirtió en su vida posterior.


Tras una semana de convivir con las viejas monjas del convento se marchó a su mundo como transfigurada para volver al cabo de un tiempo llevando con ella tan solo una vieja maleta gris, para no abandonarlo más. Siguió las etapas que marcaba la orden hasta el día en que profesó como monja y en esa ocasión se presentó en el convento su familia, sus viejos padres, una pareja alta y llena de dignidad que vivían en un caserío por el Bazt, una hermana con dos criajas y algún primo, pero desde esa fecha ya nunca se supo más de ellos.
Se encadenaron los días, la madre Empeño empezó a luchar contra la pasividad de las otras monjas y poco a poco tejió una red de contactos con el exterior hasta que, de modo inexplicable en estas fechas en el que lo material puede con todo, comenzaron a acudir cada vez más jóvenes en busca de lo mismo que había encontrado ella. Cuando en otros conventos, para evitar su extinción, se buscaban novicias en el Perú o en La India, aquícomenzaron a llegar y quedarse jovenes de buenas familias de la zona, en su mayoría con estudios universitarios, algo que fue causa de admiración en el medio cada vez más influyente que se fue formando en torno a ellas.
La situación mejoró tanto que comenzaron los problemas de espacio al punto que los fines de semana ya no había donde alojar a tantas candidatas y tuvieron que buscarle acomodo en las casas de la vecindad. Un día, ya elegida superiora del convento, planteó a sus más directas colaboradores la posibilidad de dar el salto: a unos treinta kilómetros del convento había otro donde vegetaban tres o cuatro frailes ya viejos y se le había ocurrido hacerles una oferta por su monasterio con idea de fundar allí una especie de sucursal.


Los trámites fueron lentos, los frailes se resistían a abandonar el viejo convento que pertenecía a la Orden durante los últimos cuatro siglos y, además, allí custodiaban los restos de San Juanito Donado, obispo y martir de la Capadocia que gozaba de gran devoción en todos paisanos de su entorno y que todos los 7 de junio sacaban en procesión por las praderas que rodeaban al convento, montado sobre una carroza de madera estofada en oro, la imagen del santo apoyado en el báculo episcopal, entre la alegría de las madres que intentaban subir sus hijos sobre la carroza para que tocaran al santo.
Pero la madre Empeño consiguió el apoyo del todoporoso Nuncio y este presionó al obispo de la diócesis para desalojar a los frailes, hasta que mediante una sustanciosa ayuda económica, los frailucos recogieron sus cuatro cosas y dejaron el campo libre a la madre Empeño y a su ejército de religiosas.
Pronto, una actividad vertiginosa cambió todo el contorno. Batallones de arbañiles, electricistas, fontaneros y demás entraron en el viejo convento y lo remozaron por completo, siempre contando con la generosa ayuda de las autoridades políticas que volcaron subvenciones a fondo perdido sobre las monjitas . De la noche a la mañana aparecieron nuevas edificiaciones en torno al viejo cenobio donde alojar al creciente número de visitantes. Pero la iglesia se cerró al culto de los vecinos y el pobre san Juanito comenzó a ser relegado a una figura cada vez más decorativa.


Las monjas, a pesar de ser de clausura, comenzaron a salir cada vez más a menudo del convento hasta convertir su imagen en familiar en todos los pueblos de la zona, cambiando las viejas tocas y las pesadas sayas de estameña parda por faldas vaqueras, eso sí, lo suficientemente largas para no ser llamativas y manejaban coches, o telefónos móviles con el mismo desparpajo que antes usaban la aguja de bordar.
Un día del pasado mes la madre Empeño llamó a su celda a la maestra de novicias y a la encargada de las finanzas, una antigua abogada del Estado y les planteó su plan. Había encontrado a través de internet a una orden de monjitas perdidas en los montes del Tirol que estaban a la cuarta pregunta y tras muchos tratos había conseguido la venta de los restos de una monja muerta en olor de santidad allá por el siglo IV, sor Cástula de Kufstein que, con una conveniente campaña de mercado, podían convertir en santa patrona de su nueva orden porque siempre era mejor para unas monjas que se
precien, ser presididas por una mujer que por un santo barbudo.



Llegaron los restos, se colocaron en una urna bajo el altar mayor y en la hornacina que hasta entonces había ocupado san Juanito, pusieron la imagen de santa Cástula creada por un discípulo de Juan de Avalos, relegando al santo a un nicho en la sacristía de la iglesia. Vino el Nuncio acompañado de obispos, deanes y toda la curia, bien aderezada la fiesta por las cadenas de televisión privada y se celebró la puesta de largo social de la nueva congregación. Cantos, incienso y una buena comilona culminaron la fiesta.
Ahora, como contaba al principio del relato, la madre Empeño pasa revista todos los recuerdos antes de dormirme plácidamente satisfecha.
A la mañana siguiente, cuando dan las cinco en el reloj del campanario, las monjas entran en la iglesia tan solo iluminada por la luz del sagrario y las primeras de la comitiva comienzan a hablar agitadamente al ver la urna de santa Cástula echa añicos y su imagen partida en dos sobre el suelo del templo. Se vuelven todas en busca de la madre Empeño para calmar su agitación pero esta, en contra de su inveterada costumbre, no está en el templo.
La maestra de novicias corre por los pasillos seguida de varias monjas hasta llegar a la celda de la madre Empeño. Allí, sobre su lecho, con un báculo de obispo clavado en las entrañas, está su cuerpo bañado en sangre.

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