martes, septiembre 01, 2009

La Emiliana está de visita


El abuelo Feliciano de siempre fúe un putero y un borrachín que se gastaba el jornal que sacaba acarreando carbón en la estación de la RENFE en mujeres y en vino, por eso la mayoría de los viernes cuando volvía a casa a las tantas apestaba a tinto y perfumes baratos. En cuanto la abuela oía abrirse la puerta del patio y sentía los pasos tambaleantes del abuelo en el pasillo, aferraba una tranca de madera que tenía a un costado del fogón y se plantaba en jarras como si fuese la sota de bastos. El abuelo intentaba escabullirse en busca de la cama, pero la abuela le cortaba el paso y con la mano libre lo zarandeaba exigiéndole el jornal, del que apenas quedaban unos reales. Tio borracho, tío borracho, que me tienes como una criada fregando portales mientras tu te gastas las cuatro perras en guarras, le decía con rabia.
Al soltarlo con rabía, el abuelo trastabilleaba cayendo al suelo a cuatro patas y desde allí buscaba un rincón donde dormir la mona.
Cuando no estaba borracho el abuelo se crecía como un gallo sacando pecho y todos andábamos con prudencia a su alrededor menos la abuela que no tenía más que acercarse al fogón y apoyarse en la tranca, para que el abuelo se deshinchase como un globo pinchado. Poco a poco la casa se fue vaciando de gente y me quedé viviendo con ellos, para que no estuviesen solos. Ahora todos los viernes por la noche era yo el que entregaba el jornal, aunque procuraba sisarle algo para poder ir al baile los domingos. Trabajaba en una imprenta de ocho a seis y tenía que cruzar el Pîsuerga para llegar al taller. Muchos días, amparado por las nieblas y excitado por el fuego de los quince años, iba haciéndome una paja mientras camiaba.
Con los años la abuela fue perdiendo fuelle y un maldito cancer de los bajos remató la faena. Una noche oí gritar a la abuela y al entrar en su dormitorio encontré al abuelo Feliciano que quería montar a su mujer. Lo bajé a empellones de la cama y por primera vez en la vida me lié a palos con él sin pensar en su represalia. A la mañana siguiente un ojo a la funerala era la evidencia de que no había sido un mal sueño.
Murió la abuela y se desmonoró todo con ella. El abuelo y yo nos refugiamos en casa de madre, a pesar de que el carácter tan fuerte de ella era casi igual al mío, lo que hacía que estuviésemos en continua trifulca. La gota que colmó mi paciencia fue la compra de un nicki rosa y que ella tiñó porque con ese color no me dejaba salir a la calle. Las voces subían de tono e intentó pegarme con una escoba en la cabeza, pero se la quité de las manos y quebré la caña en dos. Esa noche salí de casa con un atado con la ropa y mis cuatro libros que había ido comprando poco a poco y busqué pensión en el barrio.
Pero el abuelo se quedó en casa de la madre porque, aunque no lo quería nada, decía que nadie de su familia acabaría en un asilo. A media mañana lo levantaba de la cama y lo sentaba en un sillón de paja en la galería. Vestido siempre con un pijama de rayadillo y una chaqueta de lana, ciego y sordo, con los ojos blancos por las cataratas, barba de cuatro días y el pelo siempre revuelto, se pasaba las horas muertas con la colilla del " celtas " colgada en la comisura de los labios quemada por la nicotina. La bragueta del pijama siempre abierta, con el miembro flácido fuera estaba pajeánndose continuamente hasta que hacía su entrada mi madre en la galería que, al grito de " tio marrano, tio marrano " le daba unos buenos golpes lo que provocaba el lloriqueo del abuelo. Pero nunca le faltaron el plato de garbanzos guisados y una taza de leche con pan migado.
Un día apareció por casa la Emiliana. Era una pariente de la familia, no sé muy bien por parte de quien, que vegetaba en una residencia de monjitas y de vez en cuando venía a pasar el día con nosotros. Grande como una muñeca " pepona " y tan rígida de movimientos como ella, con unas piernas tan gruesas en los muslos como en los tobillos y unos brazos que parecian muslos, profesaba un cariño ciego a mi madre. Desconfiada por naturaleza, siempre ofrecía algo pensando en sacar algo mejor a cambio, pero no sabía que mi madre venía cuando ella estaba llegando. Una tarde de enero llamó a la puerta para pasar el día con nosotros y mi madre vió el cielo abierto, pues le faltó tiempo para prepararle un cafe con leche y galletas a ella y al abuelo y salió disparada diciendo que volvía en cinco minutos.
Pero fueron algunos más y cuando volvía la madre a casa allá a las diez de la noche, oyó gimotear a la Emiliana desde el balcón que daba a la calle. " Tía, tía suba pronto por favor, que estoy aterecida " decía la pobre. Cuando entró mi madre en casa, se encontró a la Emiliana vestida con una batita de manga corta amoratada por el frío. " ¿ Que pasó, Emiliana ? " . " Pues que el abuelo me comenzo a magrearme el muslo mientras decia, anda marrana, vamonos a follar ".
Cuando murio el abuelo mi madre se acerco en un aparte al enterrador y le dijo si no podia sacar los restos de su madre y ponerlos encima porque no podia soportar que el abuelo estuviese toda la vida montado sobre la abuela.

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