sábado, agosto 22, 2009

Veranos de los sesenta


Como he contado en otra parte del blog, la primera parte de las vacaciones de verano las pasábamos en Fontán, una aldea de la Mariña coruñesa de donde procedía la familia del abuelo Nicolás. Pero la segunda, ya entrado septiembre, la pasábamos en el pueblo de mi madre asentado en el angosto valle por el que discurre el río Sil poco después de que este entre en tierras gallegas para ser ser zarandeado por presas, embalses y túneles que modifican su curso, impidiendo que discurra por donde buenamente quiera.
Por aquellos años, finales de los cincuenta y principios de los sesenta, las vacaciones para los críos duraban casi tanto como el curso académico pues iban desde el San Juan hasta pasado el Pilar, casi cinco meses de holganza y vagancia pero que nunca nos parecían demasiados. El aburrimiento es una palabra que por cierto, nunca ha entrado en mi vocabulario. Y mientras la primera parte del verano era tiempo de luz y color, el verde de los bosques de pinos y eucaliptos, el tinto del vino hecho con las moras, el gris de las piedras del puerto, el rojo de unas manzanas pequeñas y deliciosas que robábamos en el huerto de la tía Juanita, el dorado de la arena de la playa y el azul siempre cambiante del mar, la segunda parte era tiempo de olores y sabores.
Habitualmente nos poníamos de viaje el día 12 de septiembre para llegar con tiempo suficiente a casa de tía Geles la víspera del Cristo aunque otros años, los menos, se adelantaba para estar desde el primer día de la novena del Nazareno. Salíamos de casa después de comer con el coche atestado hasta arriba, un citroen negro grande y achatado de los que se llamaban " coche pato " y que habitualmente conducía Tomé, uno de los conductores de la Falange ya que mi padre, además de militar, era un jerarca a nivel local y disponer de vehículo oficial era uno más de sus privilegios.
Tomé era un hombre muy delgado, con el típico bigotito fascista de mosca y unas grandes gafas de pasta negra que no se quitaba ni por la noche y que vivia por el barrio de la Tenería entre las casas de putas, lo que unido a una cicatriz en forma de serpiente que tenía en un brazo hacía que lo admirásemos como a un héroe villano. Como sabía que me mareaba siempre en el coche, me permitía ir en el asiento delantero entre las piernas de mi padre para respirar mejor un humo que según él salía por una rejilla situada bajo el panel de mandos del coche y que impedía que los niños nos mareásemos. Mentira o no cuando viajaba con él, milagros de la sugestión, nunca me mareé.
Aunque la distancia entre Lugo y El Barco no es mucha, el viaje duraba de cinco a seis horas en función de lo que se prolongasen las paradas a lo largo del camino. La primera solía ser en Becerreá donde vivía una de las hermanas mayores de mi madre y en cuya casa se habían conocido mis padres. Una vez bebidos, comidos y meados, todos volvíamos al coche para enfilar la carretera hacia el temido puerto de Piedrafita. Vueltas y más vueltas en busca de la cumbre de O Cebreiro, viendo al pasar los castaños cargados ya de erizos y que, al estar envueltos en jirones de niebla, se convertían a mis ojos en gigantes fantasmagóricos. Al coronar el puerto desaparecía la niebla como por arte de magia y la carretera parecía precipitarse al vacío entre las luces del atardecer.
Habitualmente solía haber alguna parada más, siempre nos meábamos alguno de los hermanos o la abuela María tenía sed, pero todos esperábamos la llegada a Villafranca del Bierzo pues allí, en una de las plazas del pueblo en forma de grada, aparcaba Tomé el coche y se sacaba el gran cesto de mimbre donde iba la " carabela ", así llamaba mi madre a la merienda. Nos sentábamos ante los veladores de marmol del café. El dueño, viejo conocido de la familia le daba un abrazo con palmadas a mi padre y sacaba vino fresco para los mayores y gaseosas de boliche para los pequeños. Tortilla de patata, filetes empanados, gruesas magras de jamón y rodajas de chorizo de matanza junto con buen pan de hogaza ayudaban a que recuperásemos fuerzas. Tras los " carajillos " para los hombres, vuelta al coche para emprender la última etapa del viaje, ya casi de noche.
La carretera ya llaneaba por Toral de los Vados, un pequeño pueblo con tejados de pizarra cubiertos de polvo gris que parecía sobrecogido por la silueta de la cementera desdibujada por el humo de sus chimeneas y el fuego de los hornos. Cuando veíamos desde el coche pasar a algun vecino, siempre me sorprendía que no fuese de color gris como todo el entorno. Aparecía el Sil y el coche seguía la carretera a su vera, unas veces tumultuoso y otras casi sin agua que cubriese su viejo cauce de pizarra.
Al atravesar el viejo puente romano de Sobradelo empezaba la etapa final del viaje, tal vez la más peligrosa porque la carretera se hacía muy estrecha y llena de curvas, vueltas y revueltas sin fin y el mínimo descuido podía hacer precipitarse al coche hacia el río o empotrarlo en las rocas del camino. Al fin, noche cerrada ya, llegábamos al destino atravesando otra vez el Sil por el viejo puente de San Fernando, que se llevó una riada pocos años después y con él a un zapatero remedón que curioseaba las aguas embravecidas.
El coche enfilaba por San Roque abajo hasta llegar a la calle Real donde esperaban con impaciencia nuestra llegada la tía y alguna de sus hijas, asomadas al mirador. Saltabamos los críos a la calle y subíamos las escaleras de dos en dos para tomar posesión de la casa de los tíos. Besos, abrazos y el aroma a empanada recién hecha que venía del comedor. Esas empanadas que hacían en el horno del Chucho Bedo, crujientes y sabrosas, cuyo sabor no ha podido ser superada por ninguna otra y cuyo olor todavía está guardado en lo más profundo de la memoria.
Esa noche nos dejaban a los críos sentarnos con los mayores en la larga mesa de madera de la solana, pero ninguno se atrevía a hacer el mínimo ruido, atemorizados por el gesto severo de tio Perucho, aunque quisiéramos aplaudir de alegría al ver aparecer las fuentes con empanadas o redondo de ternera asada o de lacón relleno que se habían aplanado bajo el peso de las grandes piedras sacadas del río. Y para beber, agua de " litines del doctor Gustaud " cuyas burbujas cosquilleaban en la nariz. En un extremo de la larga mesa se ponía el tío y enfrente, en el otro extremo, se sentaba tía Geles siempre con su sempiterna comida a base de merluza o pollo cocidos con patata y zanahoria, sin sal ni grasas pues tenía que cuidar su maltrecha salud. Por eso tal vez, pasó de los noventa años auquee al final descubrió la gracia de unas sardinas asadas o un lomo asado y se puso dieta y vesícula por montera.
El resto de los días los niños comíamos en la sala contigua a la cocina antes que los mayores, para no molestarlos con nuestra cháchara. Desde la cocina llegaban los aromas de la comida y el tufo de las planchas de carbón que se iban calentando lentamente sobre el fogón y que se llenaban con las ascuaas de carbón para planchar la colada a lo largo de la tarde.
Después de comer a los niños nos sacaban de en medio y nos mandaban al pico de la huerta donde, por mucho que chillásemos no molestábamos a los mayores. De camino siempre hacía una parada en el emparrado del gallinero y cortaba una racimo de uvas de moscatel, que se llamaban de " collón de galo " y que iba comiendo tan feliz a lo largo del paseo.
En el pico de la huerta cada uno de nosotros lucía sus habilidades bajo el avellano. Tal vez subyugado por la película de Chaplín " Candilejas " hacía mis pinitos como bailarín de ballet aunque nunca me llamó Dios por los caminos del arte. En uno de esas actuaciones mientras tarareaba la melodía y levantaba la pata, resbalé al apoyarme en el musgo de la pared y me dí una buena costalada, lo que terminó con mis veleidades artísticas entre las risas de mi hermano y de los primos mayores.
De las fiestas del Cristo recuerdo sobre todo las riadas de gente que bajaban por la calle procedente de las aldeas de alrededor para ver los fuegos arificiales y bailar hasta las tantas en las verbenas de la Plaza. A media noche, cuando sonaban las doce en el reloj de la torre de la iglesia, se apagaban los farolillos y todas las luces de la plaza para dar comienzo a los fuegos artificiales. Nosotros los veíamos desde los balcones de la casa de la abuela, en mi caso con más miedo que verguenza, pues tenía pánico al ruido, aunque el olor de la pólvora siempre me emborrachó. Los fuegos consistían en una seria de ruedas a modo de cucañas donde el perro perseguía al gato girando cada vez más fuerte lanzando chispas y bengalas en todos los sentidos, aunque muchas veces el final de los fuegos me pillaba escondido bajo una de las camas.
Pero el recuerdo más fuerte de las fiestas es la procesión con las hileras de gente siguiendo a la imagen del Cristo, los penitentes descalzos tras la imagen y el sonido solemne de la banda de música. Si levantaba la cabeza, siempre veía como las lágrimas corrían por las mejillas de mi madre. Hoy es el dia que cuando oigo a una banda de música procesionar, un nudo atenaza mi garganta y tengo que poner cara de poker para que los demás no me vean llorar.
Después de las fiestas, llegaban las vendimias. Y con ellas, las moscas.
Millones de moscas cachazudas como en el verso de Machado, pesadas y viscosas que se posaban una y otra vez en todas partes y que no había modo de sacudirse de encima. Todas las tardes, cuando el tío Perucho volvía de la farmacia se pasaba al ataque. Aparte de las tiras engomadas que colgaban del techo y donde quedaban pegadas las moscas por golosas, encendía una papeletas después de haber cerrado puertas y ventanas- Verano de sabores y olores. El aroma de las tiras insecticidas quemadas, dulzón y acre a un tiempo, la casa en penumbra sin poder abrir una rendija hasta que el suelo estaba tapizado de cientos de moscas muertas. Después se abrían ventanas para airear y se barrían todos los cadáveres. Pero yo creo que eso era peor, pues venían muchas moscas más al velatorio y con nuevos bríos seposaban una y otra vez en nosotros.
Con la vendimia el pueblo se volvía dulce y pegajoso, las calles estaban resbaladizas con las uvas que caían al regresar las mulas de las viñas con los cestos cargados de racimos de granos pequeños y dulces como miel. Verano de olores y de sabores, con enormes cazuelas de bacalao o de patatas " celestinas " que se preparaba en la cocina para los obreros que hacían un descanso en la vendimia. El señor Valerio y sus hijos que se sentaban a comer bajo la higuera del pozo, con los cuerpos sudados del esfuerzo bajo el sol de septiembre. Picaban las tajadas de bacalao con la navaja y las ponían sobre una rebanada de pan que les servía de plato, trasegando todo con ayuda del porrón de vino fresco con gaseosa.
Las uvas se bajaban al lagar del pozo y cuando estaba medio lleno nos metíamos los críos descalzos y en calzoncillo para pisar las uvas, bailando sin parar sobre los racimos para ir liberando el dulce mosto hasta que nos dejábamos caer rendidosm todo el cuerpo rebozado en el dulce azúcar de las uvas. Al salir, nubes de moscass se nos quedaban pegadas como una segunda piel y las espantábamos a manguerazos junto al laurel de la huerta.
El mosto se trasegaba a los enormes bocois de madera que días antes habían limpiado los obreros, tan grandes que un hombre metido dentro de él y subido a una escalera, tenía que hacer un esfuerzo para llegar a su salida en la parte superior. Parte del mosto de guardaba en pequeñas barricas donce, a escondidas, íbamos los críos a beber la " purrela " dulzona que aspirábamos a través de una cánula de goma, mientras uno de nosotros hacía gaurdia en lo alto de la escalera del pozo por si aparecía el temido tío Perucho.
Verano de olores y sabores. El sabor ácido del tomate que se embotellaba para todo el verano y que se conservaba con unas papelétas de polvo antes de sellar el tapón y guardar las botellas como si fuesen un batallón en la bodega, al pié de las barricas de vino. O el sabor dulce de los guisantes que se desgranaban a miles, hasta que ya no sentias las manos. Y el olor a quemado de las noches. cuando se veía arder todos los montes de los contornos y llegaba hasta nosotros el crepitar del fuego que cercaba las afueras del pueblo.
Pero llegaba octubre y se acababa todo. Hacía que volver a casa para los " san froilanes " la fiesta de Lugo y, mierda, tras " o domingo das mozas ", se volvía a clase. Adios olores, sabores y colores del verano. El invierno amenzaba ya.

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