jueves, julio 09, 2009

Rojo sobre negro


A Pedrito siempre le hicieron creer que estaba en este mundo de chiripa, que se había colado en la vida de rebote. Por más vueltas que le dé a la cabeza el primer recuerdo que le viene a la mente es el de su madre caminando por entre las tumbas del cementerio viejo, con una regadera de plástico verde en una mano, una brazada de flores frescas en otro brazo y él detrás, corriendo al trotecillo todo lo rápido que le permitían sus piernas y siempre agarrado a sus faldas negras. Ante él solo se extendía la negrura de las sayas a las que se agarraba para no perderse. Pedrito nunca vio reír a su madre, pero sí recuerda su enfado cuando daba un traspiés y se caía de bruces en la grava del paseo. Entonces subía a la boca de la madre todo un rosario de insultos que soltaba como una catarata sobre el atemorizado crío.















Si no fuese porque se había muerto su hermano, el primer Pedrito, que era como un angel del cielo, a buenas horas iba él a haber nacido. Su hermanito, ese sí que había sido lindo, rubio como los querubines que colgaban en el altar de la Virgen y unas carnes blancas como la manteca. Pero el garrotillo se lo llevó cuando apenas había empezado a andar. Y a los dos años apareció él por empeño del calzonazos del padre , todo lo contrario de su hermano, negro como un moro, las piernas como sarmientos y más torpe que un perrillo ciego, siempre caido en el suelo, con las rodillas llenas de costras y los mocos todo el día en la cara. Ojalá se hubiera muerto él. Ojalá una y mil veces.
Pedrito aprendió a leer en la escuela de doña Hortensia y grande fué su sorpresa cuando en una de sus visitas al cementerio se dió cuenta del nombre que figuraba al pié del angel de marmol donde estaba la tumba de su hermano. Al lado del óvalo de metal sepia en la que se veía el rostro de su hermano, media borrada de tantos besos como había estampado su madre a lo largo de tantos días, figuraba una inscripción:
" Pedrito Marcos Pérez, 7 de mayo de 1972 - 15 abril de 1973. Era tan hermoso, que el cielo nos lo robó por envidia ".
Padrito rumiaba siempre que pintaba él en este mundo si hasta el nombre lo había usado su hermano antes que él. Ni se molestaron en ponerle uno. Heredó nombre, del mismo modo que heredó pañales y toquillas, siempre vivió de prestado ocupando en la vida el lugar que le correspondía a otro, como unas alpargatas viejas que se guardan en la caja de cartón reluciente en la que estaban hasta hace un momento unos zapatos nuevos. Y así creció, siempre con la imagen de su madre ante él, siempre de negro, falda, blusa y medias negras, nunca más quiso el color sobre su cuerpo, hasta las palabras que le decía siempre eran tan negras como el fondo del pozo que está en medio de la huerta.
Así día a día, año tras año oyendo la misma retahila. Pero ahora ya no lo dirá más. Pedrito apoya en el murete de la huerta la azadilla, mira el cuerpo de la madre tendido a sus piés, desmadejado sobre la grava del camino. De la cabeza brota una mancha roja que va extendiéndose lentamente sobre el negro de la ropa, como una gigantesca amapola que hubiese crecido sobre ella. El rojo que cubre el negro de la ropa y va empapando la tierra en la que yace de bruces el cuerpo callado, al fin sin palabras negras, de la madre.

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