miércoles, mayo 06, 2009

Las tres Angelas


A las Angelas se las llamaba así desde siempre, porque vivían a la vera de la ermita del santo Angel. Aquel al que se le ocurrió llamarlas así anduvo bien descaminado porque más que ángelas eran tres brujas, tres auténticas diablesas que no hacían nada bueno a pesar del aire de mosquitas muertas que destilaban y que en un principio, solo en el principio, podía engañar a algún forastero que se perdiese por allí. Pero hace mucho que todo el pueblo sabía de sus artes y de que de ellas no podía esperarse nada a derechas, aunque para todos vecinos seguían siendo las Angelas del barrio de El Santo Angel.
Eran tres mujeres de edad indefinida que vivían en un caserón destartalado a las afueras del pueblo, y que según hablillas eran tan viejas como las piedras del muro que rodeaba su finca. Esta tenía a un costado la ermita y al otro estaba el viejo puente de piedra que salvaba el arroyo y por el que tenía que pasar todo aquel que entraba o salía de la villa, lo que les permitía no perder el control de todos los que tenían que subir a la capital para cualquier gestión.
Las tres eran tan iguales que no había modo de distinguirlas, unas mujerucas con la espalda curvada como si su mentón buscase la tierra, con la cara tan blanca y desvaida que se dijese hecha de niebla, con la voz como eñ cristal a punto de quebrarse, envueltas en toquillas de color ala de mosca hiciese frío o calor. Fuese invierno o verano siempre estaba una de las tres hermanas de guardia a la vera del puente para someter a un interrogatorio a todo el que pasase por allí y no había modo de que no se enterasen de quien iba en busca del componedor que le colocara un hueso dislocado o le subiese la paletilla caida por un mal de ojo o que subía a la capital para arreglar papeles a la notaria o al juzgado, o de quien llevaba un par de terneros a vender en la feria y de cuanto había sacado por ellos.
Nada se escapaba a sus ojos y nadie se escapaba de sus manos porque todas las tierras que rodeaban el pueblo las habían ido heredado del enjambre de parientes que habían ido acaparando todo poco a poco. O se trabajaba para ellas en las condiciones que su avaricia marcase o ya se podía ir pensando en buscarse la vida por las Américas, así que los jornaleros tragaban la bilis y se eslomaban de sol a sol para que ellas tuviesen cada vez más duros amontonados.
Se contaba de ellas que eran tan tacañas que un viernes de cuaresma que tenían en el fregadero un jurel de una libra para comer entre las tres, un gato atrevido dió un salto por la ventana de la cocina con ánimo de darse un banqute. Pero no contaba con el ojo avizor de una de ellas que pegando un salto de tigre impensable en alguien de su edad, agarró al gato por el cogote y a fuerza de manotazos sin importarle lo arañazos que soltaba el pobre felino, hizo que abriera sus fauces y soltase la presa que, como es lógico, se comieron después tan ricamente las tres hermanas, Y aún se cuenta que dejaron parte para la cena.
O aquellas dos moscas que revoloteaban un día de bochorno por el corral y que quedaron una y otra en verse al atardecer en el pilón de las mulas. A la hora convenida llegó una de ellas, pero la otra mosca no apareció. Paso ese día y otro y otros muchos sin que la mosca perdida se dejase ver hasta que una tarde llegó volando muy debilitada. Que te pasó, le preguntó su amiga. Nada, que sin darme cuenta me metí dentro del monedero de la Angela un momento que lo había abierto y hasta ahora en la tahona no lo ha vuelto a abrir.
Incluso las ranas del estanque habían aprendido a croar muy bajito para no hacerse notar porque sabían por experiencia que muchas antepasadas suyas que se habían desgañitado croando como primadonnas en las noches de primavera habían acabado en el puchero de vigilia con un puñado de arroz y garbanzos.
Tanto dinero apetuñado entre hambres propias y ajenas y sudores siempre ajenos, bien amasado con interminables rosarios y letanías al final no les sirvió para nada. Se apagaron una tras otra como polillas en el rescoldo del hogar y todo el capital se lo ventilaron bien ventilado entre un resobrino que apareció a su muerte y la caterva de curas que entre responsos y comilonas acabaron con todo. De las Angelas solo queda el mal recuerdo entre los más viejos del pueblo y unas ruinas al lado de la ermita de El Angel, que la gente suele evitar cuando tiene que cruzar el puente.

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