domingo, agosto 26, 2012

Usemos los autobuses urbanos


Philiph no sabe si maldecir o no el día en el que se le ocurrió subir al autobús de la línea 7 que para cerca de su domicilio, en la Diagonal a la altura de Agricultura, en lugar de recurrir al taxi como tiene por costumbre, pero ese día sintió que no tenía prisa y que le apetecía ver las calles de su ciudad desde otra perspectiva. Exceptuando el par de madres que subieron con él al bus empujando sus carritos con los bebés para ocupar el espacio reservado en el centro del vehículo con todo el aire de pavas orondas que miran a su alrededor desafiando a que alguien se atreva a ocupar su hueco, la mayoría de los asientos estaban vacíos tal vez porque ya había pasado el apuro de la gente que tenía que ir al colegio o a sus trabajos. Dos gamberretes al fondo, pantalones caidos, camiseta de basket, gorra del través con enormes auriculares bailan una música fantasma que solo ellos escuchan, un poco más adelante una mujer con aspecto pulcro se aferra al carrito de la compra todavía vacío, una señorita muy fina lee una junto a ella. Completan el número de viajeros un par de abuelos con aire aburrido que usan el bonobús para hacer tiempo y dejar que se agoten las horas.








Philiph lleva más de diez años en la ciudad pero aunque la adora, siempre se ha sentido de paso, nunca ha tenido raices y en ninguno de los sitios en los que ha vivido notó que la tierra fuera firme bajo sus pies. Siempre ha vivido en pisos de alquiler por lo que sus adorados discos de ópera, media docena de libros que conserva pues en cuanto termina uno se lo regala a un amigo, apenas un puñado de fotos y la ropa indispensable son todo lo que puede considerar suyo. Como si desde que salió de casa a los 15 años, harto de un padre que lo trataba como si fuese uno de sus antiguos compañeros de la Legión, cansado de golpes, de portazos sin sentido, de gemidos de su madre, de la sumisión de sus hermanas, buscase un lugar donde descansar y hundir sus raices.
Todo cambió para Philiph el día en que subió a ese bus en las proximidades de Agricultura y en el que, tras mirar distraidamente las casas que se escurrían tras el cristal a su derecha y de mal mirar a los escasos pasajeros, procurando evadirse del parloteo de las mamás-pavas que presumen de su respectivo pavito que berrea en la silla, mira hacia delante y se fija sin fijar en el conductor. Su mirada sigue hacia la calle pero de pronto, como si un trueno repicases en su cabeza, se impone la imagen del conductor y lo mira de nuevo, esta vez con más atención.





Grandote, desmañado, con un corpachón que rebosa de su asiento, lleva un bigotazo que amarillea imagina que por la nicotina y una barba de tres dias sombrea sus mejillas. Los faldones de la camisa salen a medias por fuera del cinturón y desde la distancia da esl aspecto de un tanto descuidado. Conduce como un autómata, como si no necesitase mirar hacia la calzada y Philiph siente que no puede apartar sus ojos de él. Frenazos, paradas, el chirrido de las puertas que se abren y se cierran, bajan las madres, suben otras, los asientos se van llenando, el pasillo se llena de gente y Philiph tiene que hacer ejercicios malabares para no dejar de mirar al conductor.
Se vacía poco a poco y cuando se da cuenta oye la voz del conductor que dice " final de línea ". Se siente confuso, no sabe que hacer, pero se encamina hacia él y paga un nuevo billete pero esta vez se sienta más cerca, en diagonal casi a sus espaldas. No comprende lo que pasa, que es lo que ha posido ver en la persona del conductor pero no pude quitarle los ojos de encima, cuando el autobús se va llenando de gente y pierde su visión, nota una rabia incontenible que no tiene lógica.
Se termina de nuevo la línea en el extremo opuesto y se dirige otra vez hasta el conductor y paga un nuevo billete, disimulando su turbación ante la mirada sorprendida de este. Se vuelve a sentar en el asiento y hace como que lee un libro que ha sacado del bolsillo pero sin dejar de observarlo. Mira distraidamente hacia la calle y se da cuenta que está cerca de su casa. Se levanta y como un autómata, baja del autobús no sin echar una última mirada al conductor.



A lo largo del día, Philiph se da cuenta de a cada momento, sin causa que lo justifique, vuelve el recuerdo del conductor a su cabeza. Al principio la sacude, como para ahuyentar su imegen pero pronto se deja llevar por la voluptuosidad de pensar en él, de imaginar como será su vida, la familia con la que vive y ya sigue así todo el día, hasta el momento de irse a dormir. Durante la cena con el grupo de amigos con los que se reune todas las semanas, todos tan viejos como él, todos tan metidos en su propia vida de la que se niegan a compartir poco más que retazos superficiales, está como ausente y no se entera de las bromas que hacen sobre su ensimismamiento. De vuelta a casa, caminando por las calles cercanas, se siente tentado de confiarse a su amigo Pere pero desecha la idea, porque ni él mismo entiende la lógica de lo que le está pasando, aunque de siempre la confianza ha sido mutua entre los dos. Recién llegado a Barcelona Philiph encontró en Pere un efímero amante y un eterno amigo pero, en el momento acutal, se encuentra sin fuerzas para expresar este sinsentido.
Philip siempre se ha despertado muy rápido. En cuanto abre un ojo, salta de la cama sin remolonear lo más mínimo y eso hace al día siguiente. Nunca ha sido de mucho dormir y ahora, con la edad, cada vez duerme menos.


 
 
Cada día lo primero que hace es pasar revista mentalmente a todos los puntos de su cuerpo que le molestan, a veces dice bromeando que lo único que no le duele al despertar son las pestañas, pero los casi setenta años pesan mucho más de lo deseado. Se echa hacia atrás el mechón de pelo blanquecino que cae sobre sus ojos y comienza la rutina de cada día. Una ducha lenta dejando que el agua resbale mucho tiempo sobre su cuerpo, rios de agua zigzaguean entre el vello de su pecho mientrase enjabona con parsimonia, deteniéndose en todos los recovecos de su cuerpo. Al terminar se echa un buen chorro de agua de colonia de niños, esa costumbre nunca la ha perdido desde que su madre lo bañaba de crío. Un café rapido con la media docena de pastillas matutinas: colesterol, riego..... y se pone los sempiternos vaqueros, un polo naranja y las chanclas. Siempre igual, como cada día. Bueno, hoy ha cambiado algo. la imagen del autobusero lo acompaña desde que abrió los ojos hace una hora.
Se lanza a la calle. Compra los periodícos y charla con el quiosquero como cada mañana. Siempre las mismas frases intrascendentes, siempre los mismos deseos de buen día, idénticos comentarios sobre el tiempo, dependiendo del sol o de la lluvia. Se dispone a cruzar la calle para sentarse en su terraza a tomar el desyuno mientras devora le prensa pero un repente hace que vuelva atrás, suba de nuevo a la acera y desande unos metros en busca de la parada del " 7 ".





Al cabo de unos minutos ve como se acerca sorteando los coches en busca de la parada. Se abren las puertas pero el conductor sentado ante el volante es un hombrecillo escuálido. Mierda, no es él. Deja pasar ese autobús y dos más que aparecen a continuación. Sigue atento a la calzada y cuando se acerca de nuevo el " 7 " tiene la sensación de que está vez no fallá. Así es, el conductor es el mismo de ayer, con idéntico aspecto desaliñado. Sube, paga el billete y se queda de pie tras él, sujeto a la barra pues todos los asientos delanteros están ocupados. Fija su mirada en él y ya no piensa más que en observarlo, bebiendo cada gesto que hace, cada movimiento. Se repite el viaje del día anterior, con las mismas paradas, idénticos chirridos, golpeteo de puertas, voces de personas que suben y bajan. Termina el trayecto, saca de nuevo el billete y rehace el mismo trayecto del día anterior.
A partir del tercer día la rutina siempre es la misma, acecha la llegada del bus y poco a poco se hace una idea de los turnos que tiene el conductor del que ignora todo pero de quien se ha hecho una vida: el piso de protección, la mujer, dos o tres hijos imagina que tan gordosy desaliñados como él, las cervecitas en el bar con los amigos, los partidos en el Nou Camp cuando el dinero llega. Un día oye como lo saluda una vieja al subir " Bon día, César ". Philiph siente un revuelo de alegría al saber su nombre.
A partir de entonces, cada vez que Philiph sube al bus, lo saluda ante la cara de perplejidad del conductor que se también se ha dado cuenta de la asiduidad del viajero al que, en su fuero interno, ha metido en el lote de los mochales.
Durante las noches, ahora el sueño se le resiste a pesar del " tranki " que toma con una copa de ron, da vueltas en la cama pensando en dulce obsesión, por más vueltas que le da no comprende que le ha sucedido, que ha visto en esa persona para seguirlo día a día sabiendo que nunca podrá llegar a más su relación. Es lo contrario del prototipo de personas que hasta entonces había buscado, jóvenes, con cierto aire de refinamiento natural, con intereses culturales. Nada de lo que pueda ofrecerle César, a pesar de lo cual, sigue esperando el " 7 " cada día como si fuese un enfervorizado penitente.
Se suceden los días, pasan los meses y cuando llega el periodo de vacaciones, Philiph pasa el mes como sonambulo y más de una mañana se detiene ante la parada del bus hasta que se da cuenta de que su conductor no vendrá.


Ese agosto se vuelve infernal, no tiene aliciente para salir de casa, sus amigos han emigrado a las playas y Philiph pasa las horas muertas en casa, releyendo viejos libros queridos o escuchando la musica en el tocadiscos, se niega a oirla de otro modo a pesar de la incomodidad, pero la calidez de la voz de su querida María Callas en los discos de vinilo se pierde cuando la oye en un cd.
Nadia sabe lo que cuesta encontrar a un técnico en vacaciones cuando se estropea el aire acondicionado. Llamada tras llamada, pitidos de los contestadores, vagas promesas de asitencia que no se cumplen y Philip ya lleva cuatro días cociéndose en su propio jugo, todo el día pegado a dos ventiladores, la copa de ron con hielo siempre a mano, duchas de agua fría de las que a los poco minutos se ha evaporado todo rastro de bienestar, un sudor pesado cubriendo su cuerpo, acostado y desnudo sobre una sábana tendida en las baldosas del pasillo. Al cuarto día encuentra alguien que se apiada de él y repara la avería del aire acondicionado. Philiph piensa que nunca ha pagado algo con más gratitud.



Acaba agosto y la vida vuelve a la normalidad en la ciudad. Pero los tres primeros día de septiembre acaban en una espera inútil pues César no aparece, a pesar de que se pasa horas muertas delante de la parada. Al cuarto, en el turno de tarde, lo ve tras el volante, el mismo aire de desaliño, como si no hubiese tenido vacaciones. " Buenas tardes, César, ¿ las vacaciones, bien ?". " Si, gracias " le responde un poco mosqueado.
Philiph se sienta en el asiento más proximo y nota que su cuerpo se relaja, que poco a poco la inquietud de días pasados se evapora dando paso a una laxitud que no sabe si es buena o mala. Y vuelve la rutina de los últimos meses.
La espera ante la parada. El saludo al subir. El viaje largo, sin sentido. Y siempre mirando a los ojos a César cuando sube al autobús buscando el mínimo gesto de complicidad pero solo percibe indiferencia la más de las veces, en ocasiones hastío y en algunas una aire de velado cabreo.
Una mañana de mediados de enero, Philiph se despierta nervioso con sensación de no haber descansado, como si se hubiese despertado muchas veces a lo largo de la noche y, en contra de su hábito de saltar de la cama nada más abrir los ojos, se queja amodorrado pensando en el plan del día. Como si se rompiese una cinta en su pecho, siente un no sé que dentro de si y nota que, como ha hecho muchas veces a lo largo de su vida, ha llegado el momento de cambiar de nuevo. Pasa por su mente el sinsentido todos estos meses, ese viajar tras una quimera grasienta que no le conduce a parte alguna.
Se levanta de un golpe, mierda, he de tener más cuidado con la espalda, piensa al sentir un pinchazo en la columna. Comienza a llenar la bañera con ánimo de darse un buen baño y mientras cae el agua, abe el trastero y baja las dos maletas de cuero, viejas compañeras de todos sus viajes. Abre cajones, saca la ropa de las perchas y va poniendo todas sus cosas con cuidado, no sin poner sus papeles y sus retratos en el fondo. Se da cuenta de que madre lo mira sonriente desde el portarreratos de su mesilla y, con una sonrisa vaga, lo pliega y lo mete entre la ropa.
Las maletas casi están llenas y la bañera espera cádida y acogedora. Un baño largo, largo mientras planea la nueva situación. Después recoge el viejo tocadiscos y lo apila con los discos y los libros. Está todo en orden. Llama a Pere, le dice que se va y que se encargue de prepararle un paquete para remitirlo a su nuevo destino.
Se acerca a la sala, abre el viejo atlás por la página de Europa, cierras los ojos y despues de girar el índice un rato, apoya el dedo en el punto de su nuevo destino.
" Venecia, dice al abrir los ojos.....al menos allí no habrá autobuses, claro que hay vaporetos y góndolas..... ".







1 comentario:

pequeño dijo...

que sera la rutina?