sábado, marzo 10, 2012

Vidas ejemplares. Pacorro el del bombardino


Pacorro el del bombardino, más tarde conocido como Vanessa la Renca, vió la luz en un ranchito de las orillas del lago de Atitlán, el segundo de una recua interminable de hermanos todos de la misma madre pero vaya a saber usted de que padre. Una fractura de la cadera derecha a consecuencias de la coz de una burra a la que pretendía montar en un momento de calentón, le dejó con una leve cojera que, pasado el tiempo y cuando ya usaba zapatos de aguja le daba una gracia especial al caminar, en gran parte responsable de su éxito.
Su madre lo echó pronto a la calle para que se buscase la vida y recaló en la sacristía del padre Serapio y con él se quedó ayudándole en las funciones de la iglesia durante el día y calentándole la cama durante la noche. De él aprendió, entre otras cosas que no es el caso explicar aquí, las cuatro reglas y las letras así como a tocar un viejo bombardino que colgaba de un clavo del viejo despacho parroquial. En sus años mozos se ganaba la vida tocando el instrumento en las funciones de la iglesia de su pueblo, resoplando con todas sus fuerzas en bodas, bautizos y funerales, lo que le permitía recoger un puñado de moneditas de los cada vez menos feligreses que acudían.



Pero la masiva llegada de pastores de diversas iglesias evangélicas que se extendió como si fuese una mancha de lava por todos los pueblecitos costeros del lago y que acabaron hundiendo al padre Serapio y su parroquia en la ruina, le obligaron a buscarse de nuevo la vida. Durante unos meses se dedicó al contrabando de alcohol de nopal con el que confeccionaba un rasposo aguardiente con el que se emborrachaban los indiecitos, lo que le permitió salir adelante una temporada. Pero a raíz de la muerte de siete de estos y de la madre de un tendero de Panajachel que se fueron al otro mundo echando por la boca espumarajos de bilis tras una noche de borrachera, se acabó su negocio. No por los indiecitos, que ni importan ni están contados, sino por la susodicha doña, cuyo hijo era amigo del brigada del puesto vecino, lo que obligó a Pacorro a perderse unos meses por el monte.
Fueron meses y meses de malvivir, dando tumbos por pueblos y ferias, vendiendo lo que podía y si no lograba vender nada, se vendía el mismo tras una cerca o una carreta, aunque muchas veces ni para eso encontraba comprador. Pero su suerte cambió el día en que ofreció unas gafas Ray Ban que había birlado a un turista a un gringo rechoncho y gordo como una colosal gamba cocida el cual, mientras Pacorro miraba con nerviosismo en derredor por si alguien se fijaba en ellos, recorría a Pacorro de arriba a abajo quedándose prendado de la largura de sus pestañas, de su sedosa piel achocolatada y del bulto que dejaban entrever sus deshilachados pantalones de trapillo.



Y el gringo compró el paquete completo, a Pacorro y a las gafas y tras unas semanas de estar encamados los dos en un hotelito alemán situado frente al Atitlán consiguió arreglarle los papeles, sobornando a unos y tapando con dólares los ojos a otros y llevarlo con él a la ciudad de Tampa, en la Florida donde el gringote lo aposentó en un pequeño apartamento situado en una zona tranquila y alejada de su familia oficial y a donde acudía en cuanto tenía un rato libre.
Por las mañanas Pacorro empezó a acudir a una academia para aprender inglés y, ya vuelto a casa, tenía horas y horas para aburrirse en espera de que llegase su gringazo por, hasta sentir dolorida la mano de cambiar los canales de la tele.
Así que empezó a vagabundear por el barrio, caminando de modo indolente por las calles, deteniéndose en los escaparates de las tiendas, cuanto más vistosos mejor, hasta que poco a poco descubrió su fascinación por las de perfumes y las de ropa.



Un día se atrevió a entrar en una de ellas y se quedó maravillado con el tacto de las blusas de seda, con los colores brillantes de las pulseras o de los bolsos, pero salió precipitadamente cuando vió que una dependienta se encaminaba hacia él.
Poco después, aprovechando que estaba en unos grandes almacenes cogió un par de vestidos de colores y ocultándolos entre unos vaqueros, se metió en un probador y se puso uno de los vestidos de mujer, en un estado de gran excitación. Y se vio bello en el ajado cristal que cubría una de las paredes del cubículo. Después se perdió por la sección de cosmética y compró todo aquello que le llamó la atención. Fue metiendo todo en el carrito, en medio de la compra restante y soltó un suspiro de alivio cuando la cajera no hizo el menor gesto de asombro al pasar todo por el lector del código de barras.



Extremadamente nervioso, en el refugio de su apartamento, se plantó ante el espejo del baño y se maquilló como dios le dio a entender, después se enfundó el vestido estampado y se sentó a esperar la llegada de su gringo. Cuando este abrió la puerta, su alarido de asombro se oyó desde la otra manzana. Hubo gritos, discusiones y el portazo que dio al salir este del apartamento, casi hizo saltar la puerta de su marco.
Y ahí comenzó la metamorfosis de Pacorro el del bombardino hasta transformarse en la Renca, reina de las pasarelas de modas de Nueva York. Fue cambiando de gringo en gringo a medida que iba mudando cada vez más su aspecto, de Tampa a Miami y de allí a San Francisco para aterrizar en Manhattan ya totalmente transformada en una esbelta mujer que, tras enroscarse en torno a uno de los gerentes del Metropolitan, le abrió paso al mundo del glamour, donde la envidia de otras menos favorecidas, la bautizó con el mote de la Renca. Y ahora la espera Hollywood.

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