martes, febrero 28, 2012

Parte de una vida, de su vida


Doña María avanza todo lo presurosa que le permite su cuerpo rechoncho a lo largo
del inmenso pasillo que va de la cocina a la alcoba donde está su marido, procurando no verter una gota de la jícara llena de chocolate humeante. Carraspea antes de entrar para advertir de su presencia y deposita la bandejita en la mesa junto a la que está sentado don Emilio, todavía medio amodorrado tras echar la siesta.
Su marido, sin mirarla apenas, doble una pierna sobre la otra y alinea con cuidado la raya del pantalón de hilo, dejando que asome un impoluto botín. Apoyada en la pared del fondo de la alcoba está medio desmoronada la pila de colchones de lana entre los que se ha metido para dormir porque hoy la tarde amenazaba tormenta y si algo le da terror a don Emilio es un rayo desde que a su padre, que ejercía de médico en la zona de Aliste, lo hubiese matado uno, junto con su montura cuando iba a atender una parturienta por la raya de Portugal. Doña María quita la servilleta que cubre la media docena de mojicones de las Clarisas que, junto al chocolate, es la invariable merienda de su marido y, en lugar de retirarse como hace habitualmente, se queda junto a la puerta, bailando de pié en pié.



A don Emilio no le queda más remedio que darse por enterado de la presencia de su mujer y reprimiendo un gesto de desagrado, enarca la ceja derecha y sosteniendo la jícara con cuidado de no mancharse dirige la mirada hacia ella y le pregunta con un gesto sin necesidad de palabras que es lo que desea. Doña María retuerce entre sus manos la servilleta y baja la cabeza para decir en un susurro:
" Don Emilio, creo que estoy de nuevo encinta".
" ¿ Como ?, ¿ no le da vergüenza quedarse preñada a su edad, ahora que ya es abuela ?, pero ¿ como ha sido eso ? ".
" Usted sabrá don Emilio, usted sabrá ".
" Pues a lo que venga, si viene con bien, lo vestirá con las rodeas de la cocina ".



Doña María vuelve tragándose las lágrimas a la cocina donde sentada en un taburete, está América ante un balde con agua humeante en el que está escaldando los pollos que ha desplumado para la comida del día siguiente. Doña María recompone el gesto, aunque la criada se imagina que algo ha pasado porque hasta allí ha llegado el vozarrón del señor y se da prisa porque hay mucho que trajinar en esta cocina de la que salen tantas comidas cada día para esta casa y las casas de los hijos y nueras que se alimentan de la sopa boba que mana aquí con esplendor.
Tres o cuatro meses después, una mañana de septiembre, doña María tiene que abandonar a toda la prisa la iglesia donde asiste a la primera función de la novena del Santo Nazareno, apenas recién amanecido, porque una mujer de bien no ha de andar por ahí mostrando sus vergüenzas. Apenas consigue entrar en el portal de la ferretería donde se agolpan somieres de hierro y sacos de Nitrato de Chile y da voces para que baje América en su socorro. Con su ayuda sube las escaleras trabajosamente, sintiendo que lo que está por llegar no le va a dar tiempo a meterse en su cama. Al poco rato, como si fuese un suspiro nace su hija, la última de una serie de trece hermanos a la que, para no esforzarse, don Emilio inscribirá en el registro con el santo del día, la virgen de los Remedios.



Por aquellas fechas don Emilio envió una carta a su hijo mayor, el tío Manolo, que purgaba en Cuba sus barrabasadas de señorito de pueblo en la que tras una serie de consejos para que asentase cabeza y de una mayor sarta de recriminaciones y quejas por los gastos ocasionados, incluidos los miles de reales que tuvo que pagar al hijo de un tal Aurelio de Santigoso para que ocupase su lugar en el servicio militar en tierras de Africa, añade una postdata en la que pone " su señora madre ha dado a luz el pasado 8 de los corrientes a una niña que fue bautizada con agua de socorro con el nombre del santo del día ante el riesgo que corría su vida. "



Pero la niña creció sana y desde luego que no fue vestida con paños de cocina, antes bien, desde bien pequeña la enseñaron a arreglarse como una muñeca. Pero don Emilio pudo disfrutar poco más de dos años de ella porque lo devoró en poco tiempo un cáncer de hígado, bien cebado este a base de flanes y de ponches de huevo batido con vino de Oporto, lo único que quería comer y que lo llevó a la tumba más amarillo que un canario.
Toda la casa se vistió de negro y se acabaron las salidas para doña María salvo a misa de siete de la mañana a las que acudía totalmente velada y custodiada por la inseparable América que soportaba los rezos bostezando en un rincón de la iglesia mientras su señora se afanaba a rezar por las almas de la abundante parentela que la habían precedido en busca de la gloria.



La niña creció hermosa y llena de caprichos, acostumbrada a que sus peticiones fuesen órdenes para todos. Acudió solo un día a la escuela de doña Flora pero fue tal el escándalo que montó al verse sola que tuvieron que ir a recogerla presto y ya no aprendió más que a leer y escribir así las cuatro reglas que iba a enseñarle por las tardes el cura párroco, el cual aprovechaba para merendar en casa de doña María. Total para una señorita de buena familia no hacía falta más.
Y a bordar. Eso que no falte. Sabanas, manteles, toallas, ropa interior. Bordar a punto de cruz, añadir puntillas, todo aquello que le sería preciso en un futuro bajo la mirada atenta de la madre, bien juntitas las dos, sentadas en el gabinete de costura durante el mal tiempo o en la solana al pié de la vieja higuera cuando llegaba el verano agobiadas por las moscas y con el aire impregnado de olor a rosas y uvas de moscatel.




Cuando la niña tenía unos diez años le regalaron una pequeña pieza de lino a la que cosió alrededor una puntilla de Camariñas bordando la imagen de un perrillo con hilo de color canela. Guardó esta tela en su cómoda entre la ropa interior, olvidándose de ella y cuando tuvo que preparar el ajuar para irse con su flamante marido la encontró en medio de las camisones de hilo y las bragas de seda.
A partir de entonces todos los años la víspera de su cumpleaños lavaba este pañolito en una palanganita con jabón de olor y después de dejarla secar, la almidonaba y la planchaba con esmero, guardándola en medio de papel de seda en un cajón del armario. Y así fue año tras año, sin olvidar uno, salvo el año en que se murió su marido en el que perdió todo norte. Pero eso es tema para otra historia.
Pero a pesar de todos los reveses siempre cuidó mucho su arreglo y de tres pesetas hacía un " duro ", ahorrando como una hormiga para poder pagarse los vestidos que le gustaban o la peluquería de los jueves, para ella más sagrada que la misa de los domingos.



Pasaron los años, muchos años, lo que es toda una vida hasta que llegó el final. Cuando este era inminente volvió de casa de sus hijos a la suya, apenas sin fuerzas para sostenerse en pié y con la cabeza ida. Aún así sus últimos esfuerzos los gastó en decir por señas como quería que distribuyesen por la sala los jarrones con claveles rosas, de un rosa muy pálido, su flor preferida. Cuando fueron en su busca para llevarla al hospital me dijo en una voz que era poco más que un hilo :
" mi pañolito ".



No quiero recordar las horas siguientes, fueron rápidas y eternas a la vez pero al fin dejó de luchar y hubo que preparar su último atavío. Volví a casa sin ver por donde iba y en el cajón inferior de su armario encontré un paquete envuelto en papel de seda en el que había una sábana de hilo doblada y el pañolito bordado que desprendían un vago olor a rosas secas. Me fijé en la foto de su marido que estaba en un marco de plata sobre la mesilla, la saqué y la guardé en mi bolsillo. Con esta sábana fue amortajada y se cubrió su cara con el pañolito " para que nadie pudiese verla fea " tal como siempre había deseado, presumida hasta el último momento, poniendo en un lado de la caja la foto de su marido. Y después se cerró la tapa para que, cuando se acercasen los curiosos a ver sus despojos, se quedasen con las ganas y solo pudiesen recordar su imagen reidora.



Siguieron pasando años y otros siguieron su camino hasta que fue preciso buscar hueco en el panteón de la familia. Al quitar la capa de ladrillo y cemento que ocultaban su espacio, aparecieron restos de madera y de huesos, así como una fotografía amarillenta y abarquillada con el retrato de un militar de aspecto bonachón, pero el pañolito parecía estar intacto y al retirarlo se deshizo entre las manos como si fuese ceniza dejando asomar los restos de una cara que semejase sonreír.

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