domingo, febrero 12, 2012

La pelota de goma


Finales de los cincuenta. Todo es negro en esa época, hasta el día se recuerda como oscuro. Cae la niebla, esa niebla baja y húmeda que te envuelve como si fuese una funda de almohada y que hace que todo aparezca difuminado. El patio de la estación apenas está iluminado por unas bombillas mortecinas, su luz amarillenta no consigue vencer su entorno y la silueta de los edificios parece como esas bolas de algodón candé que le compra el tío Ignacio en las ferias de san Mateo. El niño lleva en una mano una pelota de goma de colores y con la otra va agarrado de la de su madre, una mujer todavía joven, que le da un pequeño tirón para que se mueva vivo, porque hace mucho frío. El niño, un crío delgadito de unos siete u ocho años, vivaracho y con ojos como brasas que miran todo con curiosidad, tiene una pelambrera negra y rebelde coronado su cara de ardilla y acelera un poco el paso, con sus patitas de alambre, las rodillas llenas de mataduras y los pies embutidos en unos gastados zapatones. El niño lleva en el bolsillo del chaquetón que ha heredado del hijo de la " sargenta " la carta que le ha dado su tío para echar al correo, porque ahora tiene una novia por la parte de Sahagún.



Avanzan los dos por un largo pasillo todavía más oscuro que el patio y a cuyo final están los buzones, unas enormes bocas de león de bronce y a las que, cuando era más niño, le daba miedo acercarse porque un día su tío, entre risas, le había dicho que a los niños que se portaban mal, cuando metían la mano con el sobre, le daban un bocado y se quedaban mancos. Ahora el niño se ríe de su ingenuidad y poniéndose de puntillas mete el sobre en la ranura mientras grita " va a Sahagún " para que la carta sepa su destino.
El niño se suelta de la mano de su madre y sale corriendo mientras bota la pelota hasta el andén de la estación donde hay grupos de gentes con las maletas y los bultos a sus piés esperando el tren que nunca llena. En el aire la niebla se hace más densa y se mezcla con el olor a humo y carbón.
De pronto el niño oye una voz. " Eh, chico, pásame la pelota ". El niño se vuelve y ve a un hombre demacrado, vestido con cuatro trapos que mal pueden protegerlo del tío que está en medio de dos civiles envueltos en sus capotes de paño y el mosquetón al hombro. El crío pone la pelota en el suelo, le da un golpe y se la pasa al hombre que da un chute a la misma y que, con el esfuerzo levanta sus dos brazos. El niñó ve como va esposado a los dos civiles cuyas capas, con el movimiento revolotean como alas de murciélago. El hombre le da las gracias y el niño de un trocetillo se acerca donde esta la pelota, el único vestigio de color que recuerda más adelante. Se agarra con fuerza de la mano de su madre y se vuelve hacía atrás para encontrarse con los ojos del hombre clavados en él. En la vuelta a casa, el niño siente que todo parece más negro, si cabe. Siempre lo recordarás así. Negro.

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