sábado, junio 12, 2010

El hermano de Quinita


Calculo que sería a finales del invierno del 62 ó a lo sumo del 63. Como las matemáticas nunca han sido mi fuerte, ni mi débil, ni nada porque para mí las matemáticas son más incomprensibles que el misterio de las pirámides mayas o conocer cuantas plumas tiene la paloma de la Santísima Trinidad, mis padres se vieron en la necesidad de buscar una persona que me ayudase en los estudios de ciencias, porque en las llamadas asignaturas de letras, las de " chapar ", no tenía pegas.
Conjuntos, reglas de tres, ecuaciones, todas esas hileras de números encerradas entre corchetes que los ceñían como la faja contiene las morbideces de una cuarentona eran para mí totalmente ininteligibles, hasta el punto que más de una vez llegué a aprenderme de memoria los problemas que podían salirme en un examen ante la imposibilidad de comprender lo que me traía entre manos.
Por ejemplo estaban los problemas de tipo ferroviario. El tren que sale de Barcelona a las 9,45 de la noche y va a 80 kilometros por hora, vaya usted a saber a que hora se cruza con otro que sale de Vitigudino a las 7,23 y que circula a 50 km. por hora, entre otras cosas porque depende de las veces que necesitase pararse el maquinista o de los habituales retrasos del tren, e incluso vaya usted a saber si en Vitigudino hay o no estación de tren.
Tambien tenemos el granjero que vende caballos y gansos. Si sabemos que en total los animales que ha vendido en el ferial tienen 27 cabezas y 164 patas, cuantas unidades de cada uno ha vendido.....Y digo yo...uno va a comprar animales enteros y no patas o cabezas por cada lado, ganas de complicarnos la existencia.
Aunque durante esos primeros cursos de bachillerato aprobar la asignatura de matemáticas fue mucho más sencillo de lo que pueda pensarse. El motivo fue puramente obstétrico. Me explico. Don Cesáreo, el profesor de matemáticas del insituto, un hombre cuadrado, tan alto como ancho, con los faldones de la camisas siempre fuera de los pantalones, la culera de estos a la altura de las corvas y una sempiterna colilla en la comisura de la boca que milagrosamente nunca acababa de consumirse, estaba casado con una auténtica coneja que cada mes de mayo paría puntualemte un retoño, lo que le servía de excusa a su marido para darnos aprobado general y evitarse el esfuerzo de corregir nuestros exámenes.
Pero me estoy desviando. Pues eso, que el niño necesitaba ayuda para tener una buena base. Ya sabeis, eso de la buena base era imprescindible en la vida, para ser alguien y tener un porvenir, porque las carreras de letras eran para los fracasados sin apiraciones.
Mis padres encontraron esa ayuda en una maestra que todavía no había aprobado la oposición y que se ayudaba de las clases particulares, las llamadas permanencias, para sobrevivir. Su nombre es Quinita, espero que todavía siga viva y era natural del pueblo de mi madre. Una chiquita modosa que había ido para monja, al parecer tras un desengaño amoroso, pero que no llegó a profesar y abandonó el noviciado una vez terminado la carrera de Magisterio. La recuerdo como una mujer bajita y de aspecto recio, con un culo rotundo, la tez muy morena, con la sonrisa siempre a flor de labios que oscurecía la sombra de un bigote más que importante que pienso que se afeitaba, aunque no demasiado bien por cierto. Falda azul marino, camisa blanca bien abotonada hasta el cuello y rebeca gris marengo solía ser su indumentaria.
Mi madre estaba muy contenta con ella, pero había un pero. Ya sabemos que siempre hay un pero. Y el pero estaba en la madre de Quinita que no era trigo limpio, pues se trataba de una mujer de vida un tanto dispersa, que se ganaba los cuartos al frente de un bar en el barrio de putas que estaba detrás de las murallas. Eso o algo peor, vaya usted a saber, pues esas cosas las comentaban procurando que no nos enterásemos los chicos. O eso se pensaban. De la madre el recuerdo es más vago, pues Quinita procuraba hacerla desaparecer de circulación cuando iba a su casa. Muy menuda, con una permamente rubia muy apretada, con el pelo muy chillón como teñido con agua oxigenada, las mejillas bien embadurnadas de colorete, los labios rojos como sangre y las ceja depiladas sobre las que se pintaba a modo de alas de murciélago con carboncillo, vestida con batas de flores y chinelas con pompón, que veía fugazmente al pasar delante de la cocina en donde se encerraba en cuanto sonaba el timbre de la calle.
Todas las tardes al salir del instituto, después de pasar por casa para recoger la merienda, iba al trotecillo hasta su vivienda, mientras daba cuenta por el camino del pan con chocolate. Por entonces era un crío gordo y rubio como un angelote, " Bolita " me llamaban los envidiosos de mi clase, que llevaba siempre pantalones cortos a pesar de la edad y de que mis muslos luchaban por no reventar las costuras, la piel enrojecida por el roce y por el frío.
Las dos vivían en una casita cerca del parque, en un semisótano que estaba por debajo del nivel de la calle y las permanencias las recibía en un minúsculo cuartito de estar, sentado con Quinita ante una mesa camilla bajo la cual, a pesar de ser mayo, todavía reinaba un brasero encendido. La ventana estaba a ras de la acera y de vez en cuando me evadía de las tediosas matemáticas y soñaba con la historia que podía arrastrar la persona cuyas piernas veía cruzar al otro lado de los cristales empañados por la humedad. He de reconocer que Quinita era demasiado blanda conmigo porque cuando me veía distraido en exceso, iba a la cocina y volvía con un plato en que traía una rebanada de pan tostado untado con mantequilla y espolvoreado de azúcar por encima que devoraba, a pesar de haber merendado poco antes.
La vivienda tenía un pasillo muy largo y oscuro y el cuarto de estar y la cocina estaban a la entrada. Eran las únicas habitaciones de toda la casa que daban a la calle. A veces me dejaban solo con mis deberes mientras madre e hija salían a hacer algún recado. Entonces, cuando estaba seguro de encontrarme solo, me gustaba curiosear por la casa. El pasillo era lóbrego, con las paredes pintadas de un verde chillón que rezumaban agua, una mortecina luz amarillenta me servía de orientación a y el suelo era de baldosas medio rotas que chacoloteaban al pisar sobre ellas. Abría las diversas puertas que se abrían al pasillo, mirando en su interior pero lo que atraía mi curiosidad por encima de todo era el dormitorio que había al fondo del pasillo, situado al lado del water. La puerta tenia la mitad superior de cristal esmerilado y al abrirla había que forzarla un poco, pues encajaba mal en el marco.
Era el dormitorio del ausente, el hermano de Quinita al que nunca llegué a conocer y del que ella hablaba en muy contadas ocasiones. No sé si porque era un tanto vago o que estaba débil de los pulmones pero no tenía oficio ni beneficio y se pasaba las horas muertas en una cantina que había al final de la calle. Un globo de plástico colgado del techo esparcía una luz rojiza pues la habitación no tenía ventanas. Las sábanas de la cama solían estar hechas un rebujo y la colcha de raso rosa y plata estaba caida en el suelo. Sobre la mesilla de noche y por el suelo había montones de novelas de vaqueros y de tebeos de " Hazañas Bélicas ". Colgado de un barrote de la cama había un cinturón de plástico que imitaba piel de serpiente con una enorme hebilla plateada que atraía mi atención como si fuese un imán y que me gustaba acariciar pensando en no sé que cosas. La habitación olía a humedad y a cuero rancio que impregnaba todo con ese olor.
Cogía alguna de las novelas y las hojeaba con una mezcla de curiosidad y de asco, yo que nunca he sido escrupuloso, pues tenían un tacto humedo y pringoso. Hoy es el día en que no puedo tocar sin aprensión un libro de viejo, ni hojearlos después de mojar los dedos en mi boca, pues siempre pienso que ha podido estar en manos de un enfermo y que entre sus páginas se agazapan todos los gérmenes que lo habían contagiado.
Estas excursiones eran muy breves porque siempre temía siempre ser pillado mientras curioseaba y más de una vez me tuve que esconder en el water al oir la puerta de la cache de donde salía al poco pretextando alguna urgencia.
Se acabó el curso y con él las permanencias. Ese año tocaba pasar la reválida elemental y como es comprensible, me tumbaron en matemáticas pero mi madre se encargaba de salvar mi honor contando a todos que había sido una injusticia pues estaba muy bien preparado y solo me suspendieron por dos décimas. Se acabaron las permanencias con Quinita, nos trasladamos a vivir a otra ciudad y el verano lo pasé encerrado en una vieja academia donde un viejo profesor sobre una vieja pizarra intentó hacerme entrar algo referente a los números en la mollera.
En septiembre aprobé la reválida a duras penas y mi madre, para celebrarlo,
me compró en la calle del Tinte los primeros pantalones largos, unos vaqueros de la marca " Loys " y así pude esconder las piernazas llenas de pelos. Por fin me iba haciendo mayor.

2 comentarios:

Fran Antón dijo...

Me ha encantado! ... Es que cuando buscas en el pasado y te sueltas...

Muy bueno.

cal_2 dijo...

creo que eres demasiado benevolo .......pero gracias