jueves, junio 03, 2010

El engaño


Claro, ya sé que es por su bien porque con ese peso no hay corazón que se resista, pero a mi los hombres siempre me hna gustado así, sobrados por todas partes y ahora con la operación las cosas no van a ser lo mismo. Todavía recuerdo cuando nos conocimos en un " burguer ", él con su bandeja con dos hamburguesas chorreando keptchup y una enorme pirámida de patatas fritas, yo una bandeja de alitas de pollo y una ensalada " Cesar ". Se cruzaron nuestras miradas, él dejó por unos instantes de prestar atención a su comida para fijar sus ojos en los míos que destilaban deseo contenido, para atacar con brío la segunda hamburguesa al tiempo que se metía un puñado de patatas en la boca. Cuando terminó su comida volió a mirarme atentamente mientras yo me hacía la distraida, mordisqueando una de las alitas. Se levantó dificultosamente y mi corazón palpitó con más brío, al comprobar que era un hombre mucho más imponente de lo que parecía parapetado tras la mesa de formica. Se plantó a mi lado, se limpió con disimulo la grasa de su boca y me preguntó si quería compartir un postre conmigo. Balcuceé un si y al poco rato regresó con una bandeja con dos copas de helado perdidas bajo una nube de nata.
Y así comenzó nuestro romance. Sí ibamos al cine nos daba igual la película pero era la excusa perfecta para atiborrarnos de palomitas de maiz y litros de " Coca-cola " y nuestras salidas de fin de semana eran para conocer un buffet que nos habían recomendado donde ponernos a comer como desesperados. Nuestros recuerdos de los viajes no venían fijados por los monumentos visitados, sino por las heladerías donde habíamos comido los helados más descomunales o los merenderos en los que habíamos estado comiendo desde mediodia a la noche sin parar. Y las camas de los hoteles en las que habíamos descansado después de haber comido y en las que las siestas compartidas estaban llenas de gozo y sudores.
Durante nuestros primeros años de vida en común todo fue felicidad. Aprendí a cocinar para él las comidas más suculentas, elaborar las salsas más apetecibles y hasta hacerle un pan casero y esponjoso para pringar en ellas. Poco a poco fue aumentando su contorno hasta que no pude abarcar su cuerpo con mis dos brazos y el placer que sentía al verlo desnudo en el baño, con sus rollos de manteca tan sonrsados cayendo uno sobre otro, tan tiernos como el trasero de un lechón, era indescriptible. Y cuando por la noche lo escuchaba resoplar a mi lado como si fuese una locomotora acatarrada me encantaba acurrucarme a su costado y poner mi mano sobre su vientre para sentirla subir y bajar rítmicamente.
Toda felicidad acabó el día en que mi Gordi se le ocurrió ir un día a la consulta de la médica nueva. En el pueblo todos se deshacían en elogios hacia ella y mi Gordi que últimamente sentía sus rodillas como si fuesen dos roscos de gelatina, fué a ver que solución le ofrecía. Y lo de siempre, que si electros, que si análisis. Horror, el colesterol por las nubes, el ácido úrico desbordado y con más azúcar en su sangre que en un tarro de mermelada. Y se dejó engatusar, que si eres muy joven para destrozarte, que te estás matando, que puedes operarte para que te achiquen el estómago y volver a ser un hombre normal...
Y aquí estoy ahora, en la sala de espera del quirófano donde van a quitarle las tres cuartas partes del estómago con la promesa del cirujano que en un año habrá perdido por lo menos cien kilos. Me siento estafada, yo siempre he querido un gordo a mi lado, me enamoré de sus roscas de grasa, de sus montañas de manteca a las que contribuí con todo mi empeño y cada nuevo michelín, cada nuevo pliegue rezumaba amor por mi y ahora quieren cambiarme esto por un figurín. Desde que era niña se me iban los ojos detrás de los hombres gordos y en Navidades siempre escribía mi carta a Papa Noel en lugar de a los Magos, con la vaga ilusión de que un día me raptase en su trineo tirado por renos para perderme con él en un cielo de golosinas.
Por eso, tengo muy claro que seguiré al lado de mi Gordi mientras esté convaleciente y necesite ayuda pero nada más, no pienso prepararle calditos sin grasa o verduritas a la plancha, para eso que se busque otra. Además como llamarle a partir de ahora. Lo de Gordy sería un sarcasmo....
Y ahora está Vladi, un rumano gordito y sonrosado que hace como un mes que apareció por casa ofreciéndose para hacer cualquier trabajo y al que le encargué que nos pintase la cocina, prendada de sus mofletes de angelote rubicundo, pues las paredes todavía no estaban necesitadas de una nueva mano. Allí, mientras se afanaba con la brocha, en las pausas de descanso yo le ofrecía platos con tarta casera y tazones de chocolate caliente, que él devoraba con ansia, mirándome con ojos pícaros por encima del reborde de la taza a la vez que me contaba como era su vida en un pueblo cercano a Sibiú. Acabó la tarea más rapidamente de lo que yo hubiese deseado, pero me la arreglé para que no dejase de venir por casa todas las tardes para devorarse la merienda. Y ahora que mi Gordi se va a quedar ingresado en el hospital unos días, le ofreceré a mi Vladi la cena y, si desea, la posibilidad de esperar el desayuno a mi lado.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

gente sin ningun coplejp viva la comida joder

Fran Antón dijo...

Genial! Buenísimo! Me ha encantado este relato!

cal_2 dijo...

Fran, eres un encanto. Asi son amigos:)