jueves, marzo 18, 2010

PROPUESTA NUMERO I


En el verano del 85 fuimos de vacaciones a Italia. En nuestro coche y con una tienda de campaña prestada por unos amigos con intención de que el viaje resultase más económico. En coche, con la tienda de campaña.....y con Rosa, una compañera de trabajo. Durante los meses de invierno previos yo notaba en su actitud algo que me desasosegaba, tal vez sus comentarios ambiguos, tal vez esa pierna que quería fundirse en la mia cuando íbamos a las sesiones de cineclub los domingos por la mañana o el cosquilleo de sus rizos cobrizos en mi oreja cuando cuchicheaba algo sobre la película, pero Alfonso me decía que no había nada y que todo eran figuraciones mías.

La noche en que celebrábamos mi cumpleaños la invitamos a tomar una copa y ella se presentó con un regalo, un precioso jersey de marinero a rayas azul oscuro y blancas, abierto a un lado del cuello. Hablamos de todo un poco y comentimos el error de contarle el plan para las cercanas vacaciones y, lo que es mucho peor, lo rematamos ofreciéndole por cortesía la posibilidad de que nos acompañase, pensando en que rechazaría la propuesta. Vano error. Sin titubear dijo que sí y en momentos nos vimos planeando el itinerario los tres.
Una tarde de mediados de agosto salimos de Burgos y tas día y medio de carretera llegamos a la frontera italiana, entrando por Ventimiglia, donde hicimos la primera acampada. Plantamos la tienda, un armatroste con dos habitaciones, en medio de los olivos de una vieja casona que habían habilitado para camping. A la mañana siguiente recogimos los bártulos y Alfonso se dirigió a la casa, una especie de palacete en cuyo salón rococó con frescos en techos y paredes, estaba el supermercado. Al pedirle a la encargada la factura, ella hizo ese gesto italiano tan típico y mientras juntaba los dedos en una piña le dijo que se fuese al carajo.
Nos adentramos en Italia por las autopistas del norte. Era un domingo a la tarde y, de pronto, nuestra amiga se fijó en una salida de la autopista en dirección a Portofino. Dios mio, ahí es el sitio más fino de la Costa Azul, tenemos que verlo como sea, dijo Rosa. Y empezamos la ronda del caracol. Colas ingentes de coches colapsaban la carretera de acceso a la costa y tras varias horas de no avanzar apenas más que unos kilómetros, desistimos de ver la cuna de la pijería y a duras penas conseguimos darle la vuelta al coche para intentar acceder a la autopista. Y cuando llegamos a ella nos gendarmes nos avisaron que había una huelga de los empleados de la autopista y que nos armásemos de paciencia. La gente se veía acostumbrada a estos accidentes, porque todo el mundo se lo tomaba con filosofía: la gente se sentaba en sillitas plegables al lado de sus coches y abrían la cesta con la merienda, un poco más allá una madre cambiaba los pañales a su bebé sobre el capó del coche y más allá otro grupo jugaba a las cartas. Incluso recuerdo a un hombre con la cara enjabonada afeitándose ante el espejo retrovisor. Pero nadie protestaba. En plena noche, se fue deshaciendo el tapón poco a poco y pudimos seguir viaje.
En principio todo eran risas y camaradería. Tardamos un par de días en llegar a Roma. Nos recibió con una tromba de agua que hacía casi imposible el avanzar y tuvimos que llevar el coche a paso de tortuga. A duras penas conseguimos encontrar uno de los camping de la ciudad pero cuando llegamos allí, por arte de magia, la lluvia se trocó en un sol de justicia. Montamos la tienda y nos lanzamos a la consquista de la ciudad....tras cambiar tres veces de autobús llegamos a la Plaza Venecia. Los romanos nos miraban como bichos raros cuando validábamos los billetes al subir y en uno de ellos, un romano le preguntó a mi amiga si eramos matrimonio....mientras la sobaba de arriba abajo con total descaro.
Roma es maravillosa y agotadora. Eso lo sabe todo el mundo. Por la noche buscamos una típica trattoria para cenar, en plena Plaza de España. Vamos, turistas hasta las cachas. Un local inmenso con balcones de madera y ristras de ajos colgadas, botellas de rafia con velas y camareros vestidos de gondoleros. Ál ver la cuenta, nos dimos cuenta de que cobraban de más, pero el camarero pasaba de nosotros y hacía y rehacía la cuenta, cada vez con un precio algo más bajo, pero bastante mayor de lo que correspondía. Al final, cansados de luchar con él, dimos por buena la cuenta a sabiendas de que nos engañaba. Pagamos y nos devolvió un billete de quinientas liras y salimos corriendo en busca de un sitio para llamar por teléfono a casa. Al entregar el billete que nos habían dado en el restaurante para pagar la llamada, la operadora nos dijo que esos billetes ya estaban fuera de curso. Sin comentarios.
Y en la segunda noche se desencadenó la tormenta. Volvimos al camping que estaba
situado sobre una colina ante la que se extendía la ciudad como un inmenso mar de luces. Recuerdo que hacía un calor espeso y como música de fondo se oía el rasguear de una guitarra y el contínuo ruido que hacían las chicharras.
Rosa preparó un vaso de " grappa " y me dijo que tenía que hablarme de algo importante, pero solo a mi. Alfonso se metió en la tienda y nos dejó a los dos solos. Nos sentamos sobre el cesped reseco y comenzó la batalla. Estaba loca de amor por mi y yo o no me enteraba de ello o, lo que es peor, prefería ignorarla. Mi sorpresa fue mayúscula y no sabía como salir del atolladero para rechazar su propuesta sin humillarla.
Y siguió el ataque. Las acusaciones ante mi negativa son fáciles de imaginar y pretendió hacerme confesar aquello a lo que no que no estaba dispuesto. Lágrimas, amenazas, quejas y protestas de amor, todo ello se entremezclaba y mi única respuesta era siempre la misma. No. Siempre no. No la quería y punto. Amigos siempre, pero nada más.
La situación se tensó al máximo y en ese momento noté que la supuesta amistad se había ido al carajo. No sé cuando duró ese tormento, pero al final nos fuimos a dormir sin decirnos ni adios. A la mañana siguiente Rosa salió de la tienda como si la noche pasada no hubiese sucedido nada.
El resto de las vacaciones fue un auténtico calvario y, aunque hubo momentos buenos, prevalecieron las malas caras. Aún es el día que cada vez que veo una imagen del puente de Rialto en Venecia se superpone el recuerdo de una bronca monumental que tuvimos los tres sentados en un café una tarde domingo en un café del Gran Canal.
Pero lo peor estaba por llegar. Al volver al trabajo, Rosa se las ingenió para provocarme todos los problemas habidos y por haber. No hay nada peor que una mujer despechada, imagino. Recuerdo una reunión de equipo cuando, al hablar ella sobre un tema relacionado con la diabetes, se volvió hacia mi y me dijo " La diabetes provoca impaciencia, ¿ verdad, Carlos ? ", a lo que le respondí rápidamente " Tu sabras los chulos con los que te acuestas ". La guerra por su parte fué total y su empeño a partir de ese momento fue enfrentarme al resto de los compañeros, a los amigos comunes cuyos hijos atendía y consiguió enevenenarme hasta el punto que, en cuanto pude, cambié de centro de trabajo.
Pero esa ya es otra historia.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Esque hay que elegir muy bien a los compañeros de viaje,y vosotros simplemente elegiste mal.
JE JE JE JE

cal_2 dijo...

tal vez no sea que elegimos mal....puede ser que seamos demasiado buenos anfitriones y a veces la pifiamos jejeee

cal_2 dijo...

tal vez no sea que elegimos mal....puede ser que seamos demasiado buenos anfitriones y a veces la pifiamos jejeee