domingo, diciembre 13, 2009

Mamá, yo quiero ser misionero


Imagino que todos los chicos de mi generación pasamos por la misma etapa en la que nos queremos hacer curas, aunque a mi pienso que el virus me atacó algo más tarde de lo habitual. Y puestos a meterse en este embolado, mejor hacerlo a lo grande. Nada de ser un simple cura, para nada. A mi se me ocurrió que tenía vocación para irme a misiones y que estaba destinado a llevar la luz a los pobres negritos que se debatían entre las tinieblas de la ignorancia.
El curso anterior estudiaba en los escolapios y aquel año nos llevaron a los alumnos de los cursos superiores a hacer un " retiro espiritual " en la Casa de Ejercicios de Santiago de Compostela que estaba situaba a la trasera del parque de la Herradura. Recuerdo que el encargado de ponernos en vereda fue un escolapio madrileño, el padre Iniesta, un cura adelantado para aquella época porque no llevaba sotana, se movía en medio de una nube de humo de sus cigarros y echaba tacos como un carretero mientras hablaba de sexo con total desparpajo, de hacerse pajas y todo eso, con un vocabulario entre jesuítico y arrabalero que nos prendó a todos. Nos incitaba a mandarnos cartitas entre los compañeros usando terminos místicos y eróticos al tiempo y no sé si las notas que mandaba a Roberto o a Bruno eran arrebatos espirituales o soterradas declaraciones de amor, lo mismo que las respuestas de ellos, pero nos enfervorizamos con ello.
Volví a casa transformado y durante el resto del curso me sentí una persona nueva pero con las vacaciones de verano se relajaron un tanto las ansias de renovación, pues el sol y los baños, la vista de la piel libre de las ropas invernales, hacían bullir la sangre y dejar a un lado ese arrebato de pureza en la que pretendía vivir.
Con el nuevo curso mis padres me llevaron interno a un colegio de Santiago porque en los escolapios no se cursaba el curso preuniversitario. Conmigo fueron un puñado de buenos compañeros de estudios con lo que la soledad se hizo menor, pues era la primera vez que salía de casa. No sé si el hecho de estar interno hizo que reverdecieran mis ansias místicas, pero día a día dedicaba cada vez más tiempo a estar en la iglesia del colegio. Durante el recreo de mediodía bajaba a la capilla y recorría de rodillas las estaciones del viacrucis mientras calculaba el número de comuniones que podría hacer a lo largo de la vida. Así durando unos 50 ó 60 años, a razón de 365 días por año podría alcanzar vaya usted a saber cuantas y me lamentaba de no poder hacer más de una al día para llegar a un número lo mayor posible.
La primera actividad del día era la misa a donde íbamos todos los alumnos tanto internos como externos y nos colocábamos en los bancos de la iglesia por orden creciente de cursos, por lo que los del preu ocupábamos los del fondo al lado del armonium ante el que se sentaba un fraile muy pequeño, oculto tras el armatroste por el que apenas asomaba un mechón de pelo enloquecido del cura que aporreaba el instrumento. Durante la comunión tocaba siempre una melodía muy pegadiza que pasado el tiempo reconocí cuando escuché el brindis de la Traviata
" Bebamos porque el vino
avivará los besos del amor ".....
¿ Sabría el bueno del fraile lo que tocaba durante la misa ?.
Los internos teníamos nuestras habitaciones en la cuarta planta, distribuidas en un pasillo muy largo que terminaba en una rotonda que daba acceso a la comunidad, donde vivían los frailes, salvo uno que tenía su celda muy cerca de mi habitación y que dormía allí con el fin de evitar que nos desmándasemos por las noches.
Sobre el dintel de la puerta de las habitaciones había un ventanuco de cristal a través del cual controlaban que no tuviésemos luz encendida tras el toque de silencio. Los frailes decían que era por nuestro bien, para que descansásemos, pero yo creo que era para ahorrar energía. Por eso las contadas tardes que podíamos salir aprovechábamos para comprar velas en una cerería de la Algalia y con ellas nos abrasábamos los ojos por la noche preparando los temas del día siguente. Gracias a los queridos Hermanos de La Salle a partir de ese curso necesité usar lentes.
El hermano que hacía de guardían nocturno me tomó mucha afición. Era el esteta de la comunidad y se sentía un tanto incomprendido del resto de la frailería. Hacía fotos artísticas en blanco y negro y me tomó como modelo, por lo que más de una tarde, al pasar ante la puerta abierta de su habitación me llamaba y me preguntaba si tenía tiempo para posar. Suave y meloso, con el pelo muy repeinado hacia atrás chorreando brillantina y un perfil de ave de presa, siempre estaba chupando caramelos de menta para evitar el ardor de estómago como explicaba. Descubrió en mi la vena de artista y me animó a escribir un ensayo para la fiesta de la Inmaculada que, si soy sincero, me dió practicamente hecho. El solo formaba el jurado y como es de imaginar las 75 pesetas del premio fueron para mi. Era un ferviente enamorado del Padre Damián, el que murió de lepra en Molokai y tanto le oí hablar de él que poco a poco empecé a soñar con hacer algo parecido que dejase a todos con la boca abierta de admiración ante mi entrega.
También dirigía el grupo de teatro del colegio. Ese año quería montar una obra sobre los campos de concentración nazis y dijo que, dado mi físico de rubio gordito, era el indicado para hacer de teniente de las SS. Solo recuerdo que tenía que decir algo así como " Muere, perro judío " pero lo declamaba con tal desmayo y tan poco empuje que acabé degradado y me tocó hacer de judío del montón. Eso sí, sin decir ni palabra.
Aparte de los amigos de Monforte que conocía de cursos anteriores y con los que compartí mesa y hambres en el comedor, recuerdo alguno más que nunca he vuelto a ver y que dudo que esto suceda. Jorge Varela, niño pijo orensano, siempre mejor vestido que el resto porque era de muy buena familia. O el otro Varela de Pontevedra que me miraba con ojos de ternera degollada y me invitaba a ir a su habitación para regalarme velas para estudiar durante la noche. O Hervé, un chico suizo que se parecía a Tin-Tín, que era mi competidor como modelo fotográfrico y que hablaba silbando entre los dientes y de quién tomé la idea de estudiar medicina.
Los internos de Preu como éramos casi adultos disponíamos de una casita que estaba situada en un extremo del patío y donde nos podíamos reunir en los recreos despues de la hora de no-comer. Allí nos estaba permitido fumar y se jugaba a las cartas y al ajedrez. Allí también fue la primera vez que oí debatir y criticar la situación en la que se vivía fuera de los muros del colegio, algo hasta entonces inconcebible. No sé como se urdió esta intriga pero en Carnavales a alguien se le ocurrió que podíamos escaparnos del colegio aprovechando la noche para disfrutar del Entierro de la Sardina en la ciudad. Se planeó todo con detalle y a las doce en punto de la noche comenzaron a abrirse con sigilo todas las puertas de las habitaciones de los internos mayores y bajamos a oscuras los cuatro pisos en busca de una puerta contigua a las despensas que quedaba abierta durante la noche. Las risitas y los cuchicheos se helaron por ensalmo repentinamente cuando se encendieron todas las luces del vestíbulo y apareció la comunidad de frailes en pleno formada ante la salida. Se produjo la gran desbanda y todos trepamos como liebre en busca del refugio de las habitaciones. Pero no nos sirvió de nada pues detrás nuestro apareció el Prefecto y a grandes voces nos mandó formar al pié de la puerta de la habitación. Y allí nos tuvo plantados toda la noche hasta que llegó el momento de lavarse y bajar a la iglesia a pedir perdón. Durante toda la cuaresma se cerró la casita donde nos reuníamos y nunca llegamos a descubrir al chivato.
Y como era cuaresma tocaron de nuevo ejercicios espirituales de donde salí más beato que entré y a partir de entonces di en decir que lo mió era pura vocación y que quería irme a misiones, lo cual me llenó de prestigio ante los demás compañeros. Vicente, un compañero encantador de Silleda hizo correr entre todos la petición de que nadie dijese tacos ante mí, para no socavar mi idea.
Esta idea mía llegó a los oidos del Director del Colegio el cual se puso en contacto inmediatamente con mi madre para explicarle mi supuesta vocación. Una mañana de abril me convocaron al despacho del Director y subí las escaleras de dos en dos porque un aviso de esos nunca era nada bueno. Al abrir la puerta vi a mi madre sentada frente al cura. Vestida de negro riguroso con los ojos enrojecidos por el llanto y estrujándose las manos me preguntó si no era bastante con la muerte de mi padre, que había fallecido pocos meses antes, si también quería acabar con ella.
El Director del que por desgracia no recuerdo ni su nombre me dijo que me dejase de mandangas, que lo mio no era vocación ni nada, que dejase de llamar la atención y que, si pasado un tiempo seguía con la misma idea, ya lo hablaríamos con más calma.
Pero la idea se diluyó como un azucarillo en un vaso de agua. Se acabó el curso, dejé el colegio y del número de comuniones que esperaba hacer a lo largo de la vida, se paró el recuento.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El caso es que yo sí me hice misionero... Me ha gustado tu historia-relato.