lunes, marzo 16, 2009

Ahí van más anécdotas



Como no podía ser de otra manera, la primera salida internacional de un españolito de izquierdas en las postrimerías del franquismo era París, reino de la lujuria y el desenfreno que nos atraía como un poderoso imán a todos aquellos que habíamos vegetado en los grises años del Régimen. París representaba todo lo que no teníamos y tando deseábamos: las películas que no podíamos ver, los libros que estaban censurados, los cantantes que oíamos de modo clandestino, la posibilidad de caminar por la calle cogidos de la mano sin que naide se volviese a mirar, el hecho de respirar libremente sin buscar de soslayo la presencia de un policía. Quiero imaginar que en todo eso íba pensando tumbado en la litera superior del coche cama sin poder dormir en parte por los nervios, en parte por el traqueteo del tren. Un calor sofocante y una especie de trapito que hacía las veces de sábana es lo que recuerdo del viaje. Eso y el nerviosismo de pasar la frontera porque se contaban mil historias de la policía secreta y no hacía más que rebuscar el pasaporte que tenía escondido en un bolsillo por miedo a perderlo.
Hacia la media noche llegamos a Hendaya. Que nerviosismo durante la espera mientras se adaptaba el tren español al ancho de las vías francesas. Y la atentos a que llegasen de los secretas para enseñarles el pasaporte. Al final, nada, no apareció nadie y el tren empezó a rodar por tierras francesas.
A primera hora de la mañana llegamos a la estación de Austerlitz y de allí nos fuimos en un taxi al hotel contratado en las traseras de la Madeleine, un dos estrellas situado en una casa antigua de la zona, del cual el único recuerdo que tengo es una moqueta asquerosa y sofocante que cubría hasta el suelo de los baños. Salimos como locos a recorrer las calles de Paris y volvimos a media tarde más cansado que si hubiésemos hecho una etapa de los Alpes. Y allí, la sorpresa. En recepción no existíamos, nuestra habitación estaba ocupada por otros turistas y nuetras maletas habían desaparecido. Con el habitual desprecio de los franceses hacia todo lo que venga de fuera, no nos hacían caso y nuestro francés era tan elemantal que no pasábamos de decir " nos valises, nos valises " y ni valises, ni puñetas. Era tarde, la agencia de viajes estaba cerrada y al final no sé si les dimos pena o los aburrimos pero nuestro equipaje apareció en un cuartucho en un entresuelo donde nos alojaron. Y tan contentos.
Con una guía Michelín en una mano y el plano del metro en la otra nos hicimos los reyes del mambo y peinamos todo el centro de París visitando todo lo que el turisteo hace necesario. Un día, dentro del metro, al intentar validar el billete, me lo tragó la máquina pero no se abrió la barrera por lo cual me era imposible pasar. Estas vacaciones coincidieron con mi primera exención de la " mili " por exceso de peso, así que ya es posible imaginarse como eran mis hechuras. Bueno, pues no pude pasar la barrera, con lo cual me encaminé a la garita de la taquillera y esta, una rubia grandota, con la natural amabilidad parisina se echó a reir llamnándome gordo por señas. La respuesta es imaginable en un españolito ofendido. Un " putaaaa " que se oyó de la Gare Lyon a Pigalle y un corte de mangas tan fuerte que me dejó dolorido el antebrazo para una temporada. Y salté la barrera, a pesar de las mantecas. Pues solo faltaba eso.
Tal vez de las cosas que más impresionaron fué el descubrir que había que hacer cola para ver una exposición. Y, encima, pagar. En el Petit Palais había una exposición de pintura impresionista con cuadros que habían traido del museo del Ermitage y la cola para entrar daba dos vueltas al edificio pero mereció la pena pues todavía no se me ha borrado la impresión de encontrarnos frente a " Los jugadores de cartas " de Cezanne.
Y una tarde que aparecimos en la plaza de los Vosgos después de callejear por las orillas del Sena y ver a un hombre rodeado de una nube de palomas que comían de sus manos. Como siempre las personas vivimos mientras alguien nos tenga en su memoria.
Las noches paseando por el barrio de Saint Michel donde las aceras era una locura de personas haciendo juegos malabares, manejando marionetas, con corros de gente escuchando un orador improvisado, era empaparse de libertad, de vivir, de comerse la vida a bocados. La vida era la calle, estaba en la calle y no tenías que mirar a escondidas, ver a dos hombres o dos mujeres pasear cogidos de las manos y darte cuenta que nadie los insultaba o cuchicheaba a su paso. Y nosotros todavía sacudiéndonos la caspa gris del corazón. Alfonso sentado en una acera mientras sorbía una docena de ostras de Arcachón que compramos en un puesto callejero. Y todo eso nos lo daba París.
Pero er imposible ir a París pensar en otra cosa: el sexo. Pigalle era el summum del libertinaje y de la depravación para las mentes calenturientas de los españolitos hambrientos que se iban a Perpignan a ver las versiones B de las películas que se filmaban en España para exportar y donde se veía la teta de Carmen Sevilla o el culo de Amparo Muñoz.
Pigalle donde las tiendas de sexo exponían con total libertad lencería de puta fina y condones con figuras de Walr Disney y que eran iguales aparentemente a las mercerías de nuestros pueblos. Chicos argelinos que te cogían del brazo para meterte en los locales con fachadas cubiertas de todo tipo de chicas desnudas. Y luces, luces de todos los colores. Aromas a especies que salían de los chiringuitos.
Fuimos a un teatro en Pigalle donde dulces ancianitas vestidas de negro con el pelo plateado muy colocado, cuellos cerrados hasta arriba y puntillas blancas, con un bolsito de seda colgado del brazo te acomodaban en tu localidad y que montaban una bronca de verduleras porque la propina les parecía escasa. En el escenario, una docena de acróbatas desnudos hacían simulacros de posturitas sexuales, todo en la más pura línea de las peliculas de Enmanuelle.
Y el cine porno. Porque era imprescindible ir, no podías contar a
la vuelta que habías estado en París sin acudir a uno. Un domingo lluvioso nos metimos a ver el programa doble. Una sala antigua, decrépita y medio llena de hombres todos separados. Al fondo del local se abrían las puertas de los servicios coronadas por unos pilotos que pasaban del verde al rojo continuamente, con un contínuo trajín de hombres entrando y saliendo.
Una película se basaba en lso sueños eróticos de una mujer madura que, en cuanto su marido salía para el trabajo, se asomaba a la mirilla de una puerta y veía a un grupo de enanos desnudos que tiraban la puerta abajo y entraban en su dormitorío para hacerla disfrutar. La otra película también tenía un arguemento con mucho fondo social. Una enfermera ingenua con unas tetas inmensas iba a cada de un ancianito que, sentado en su silla de ruedas, tiraba una cucharita al suelo para que se agachase la chica y llegarle más facilmente desde la retaguardia. La verdad es que nos aburrimos y antes de terminar la segunda película, pensamos que se estaba mejor callejeando. Al salir hicimos levantar a un hombre que estaba en el extremo de la fila y al pasar, sentí algo duro en mi culo, lo que hizo que el resto de la noche fuese con el cuerpo arqueado hacia delante. Fuera, con la lluvia de verano empapándonos, se veía todo mucho mejor.
Y otro día, más.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Precioso relato, yo vivi algo parecido en mi primer viaje a Paris,el hotel l`martin, una pocilga de tres estrellas con las sabanas rotas , San Denis , barrio alegre con mujeres de mas 60 años....en fin , me ha gustado.....BONI