domingo, febrero 08, 2009

El polvo de marmol


No sé si habréis pensado como yo, cuando tenemos ante la vista una estatua masculina de la época clásica, bien sea griega o romana, porque en muchas ocasiones le han mutilado el miembro. Sí, ya sé que hay muchas teorías que lo explican en las que la falsa moral ha querido aplastar la belleza del cuerpo humano. Pero yo creo haber encontrado el motivo de la mutilación de una buena parte de dichas obras de arte.
Hace unos meses que mi amigo Alberto recibió el legado de un hermano de su abuela que había sido párroco durante muchos años en algún pueblo perdido del Maestrazgo. En un primer momento me dió mucha pereza acompañarlo, a pesar de su insistencia, pero no era muy apetecible ir a los funerales de un viejo desconocido en pleno mes de febrero. Ahora, ya con el buen tiempo, cedí a sus ruegos y vinimos a pasar las vacaciones en la casa rectoral, todavía vacía a falta de que llegase el sucesor nombrado por el obispo.
Tras unos primeros días dedicados a visitar los pueblos de la zona alternando con los atardeceres en la huerta del curato, donde Alberto y yo hablamos de los divino y de lo humano, refrescando la garganta con el vino fresco de la bodega llegó el momento de adentrarnos en la biblioteca de su tío porque las vacaciones se iban agotando y allí estaba el grueso del legado.
Carpetas con papeles polvorientos, fajos de cartas atadas con cintas casi sin color y que se deshacían al tocarlas, opúsculos con vidas de santos y montones de libros encuadernados en piel de becerro que no ofrecían el menor interés en cuanto los ojeábamos. Después de pasar tres días encerrados allí con los pulmones medio ahogados por el polvo de los años, encontré un pequeño cajón oculto tras la imagen de un santo apolillado.
Hubo que forzar la cerradura con la punta de un cuchillo, lo abrimos con curiosidad y nos quedamos sorprendidos al ver su contenido. Eran unas viejas ediciones de " La isla de las damas " de Pierre Louÿs, " Justine " y " La historia secreta de Isabel de Baviera, reina de Francia " de Sade, junto a media docena de postales con fotos en tono sepia de mujeres rollizas de los años veinte y un libro pequeño encuadernado en piel de color musgo que desprendía tufo a piel vieja.
Arrastré el sillón frailuno hasta la ventana que daba sobre la huerta, me senté y abrí el libro. " Memorias de un paje en la corte del Cardenal Gattamelata " de autor anónimo e impreso en Padova en 1502 en el taller de un tal Giacomo Riccioni. En un principio pensaba que se trataba de una serie de historias sin el menor interés pero poco a poco el libro consiguió atrapar mi atención. Caía la tarde y apenas se veía con la luz del huerto que se colaba en la biblioteca cuando la llamada de Alberto y el olorcillo a chuletas asadas que subia del huerto me hizo cambiar de idea. Cerré el libro con ánimo de leerlo con más calma a la mañana siguiente.
Durante la cena le conté muy excitado a Alberto lo que había descubierto y dejé que bromease conmigo a cuenta de los secretos del cura libertino. Esa noche la conversación se prolongó más de lo habitual tal vez por el embrujo de una gran luna llena que cubría el huerto de una luz espectral al que ayudaba una copa de un viejo brandy que subimos de la bodega.
Una vez en la cama me fué imposible conciliar el sueño. Harto de dar vueltas, me levanté de madrugada con cuidado de no hacer excesivo ruido al pisar las crujientes tablas del suelo, pero los ronquidos que venían de la contigua habitación. Con el libro en una mano y una copa del brandy en la otra me metí de nuevo en la cama.
El autor anónimo, al parecer perteneciente a una familia de mercaderes de Ferrara entró al servicio del cardenal Gattamelata siendo apenas un adolescente debido a la belleza de su voz y de sus bucles castaños. Uno más en medio de una corte de bellos pajes, tuvo que usar de mil tretas y artimañas hasta conseguir el favor y un hueco en la cama de Monseñor. Describe las peleas con otros pajes y con las dueñas que regían el palacio hasta el momento en que se ufana de ser el dueño de todo.
Un día, cuando el paje se cree en la plenitud de su poder, Monseñor decide enseñarle su tesoro secreto. Oculta tras el lienzo del altar de su capilla privada se abre una puerta. Le dice que coja un candelabro en la mano y siga tras él. Entran en una cámara alargada cuyo único mobiliario son unos estantes cubiertos de terciopelo distribuidos a lo largo de las paredes y unos velones situados en medio. Le da orden de que encienda estos uno a uno y la sala se llena de una cálida luz.
El cardenal se acerca a la primera estanteria y retira el manto de terciopelo que la recubre. Nuestro paje se acerca y al pronto apenas si distingue unos fragmentos de marmol que reflejan la luz de las velas. No comprende de que se tratan hasta que se fija un poco más en las formas que tiene ante él y se da cuenta de que son penes de diferentes formas y tamaños.
Se vuelve sorprendido hacia su señor y este, con una sonrisa de sátiro más acentuada por la luz irreal de las velas. le confiesa que tiene atesorados cientos y cientos de miembros que sus esbirros han ido mutilando a todas las estatuas de la época clásica que han podido encontrar a lo largo de los estados de la península italiana. Allá donde hayu noticias de una obra excelsa, sus secuaces acuden y escoplo en mano vuelven a uña de caballo para entregar el botin a sus señor.
El cardenal le entrega las llaves de la sala y dice que a partir de ese momento, será el encargado de recibir las nuevas entregas y de cuidar las ya existentes.
Cuando nuestro paje llega a la veintena de edad y a tener el más alto poder sobre la voluntad de Monseñor este se acerca a su declive y sintiéndose morir ordena a su confidente lo que ha de hacerse con su tesoro. En la vecina iglesia de Santa Maria dei Uccellini se ha erigido un mauseleo que acojeráa sus restos. Es obra de Beppone, el discípulo más fiel de Donatello y todas las beatas comentan con envidia que sería un placer morirse solo para poder ocuparlo.
Monseñor le da orden que se compren unos grandes morteros de bronce y allí se reduzcan a polvo fino todo su tesoro, que ni uno solo de los miembros atesorados quede intacto y que con todo ese polvo cubran el fondo del mausoleo. Y cuando el muera, lo envuelvan tan solo en un manto de brocado de seda y despositen su cuerpo encima para que se fundan sus restos con el polvo de las estatuas.
La historia acaba aquí de modo brusco y no se sabe más del paje y si será cierto o invención lo que ha relatado pero ahora cada vez que entro en un museo y me enfrento al cuerpo mutilado de una estatua pienso si la mano de Monseñor no estará tras tal destrozo.

2 comentarios:

relatosweb dijo...

Muy bueno...habrá que seguir el rastro, como Dan Brown hasta ver como las pistas recorren iglesias del Temple...
o simplemente fueron falsos actuaciones de la doble moral, porque miembros viriles habrá y seguirán habiendo, de látex, de mármol...incluso de carne mortal


un salu2 y a seguir con su destreza narradora.

cal_2 dijo...

sí y que no falten para el bien de un@s y otr@S