sábado, febrero 16, 2008

SUSIÑO DO MOUCHO


Susiño do Moucho no tenía en el mundo más bién que su nombre y hasta de eso no estaba seguro que fuese suyo, aunque así le llamase todo el mundo en la aldea, allá por la parte de Freixieiro. Susiño sí que debía de ser su nombre porque siempre conoció que lo llamasen así. " Susiño, baja a la huerta y sube un repollo ", " Susiño, las vacas, que no tienen agua " , " Susiñooooooooooooo, ven a escape ". Y el remoquete era porque debía pertenecer a la familia dos Mouchos, o al menos eso hablaban las comadres en voz baja, cuando estaban en rl lavadero.
Su padre, Perico do Moucho murió joven en una batida que dieron los civiles por los montes para vengar el secuestro del boticario de Montefurado. Al final de la guerra había huido a la sierra y se unió a otra partida de desarrapados que como él no querían reconocer que había ganado la gente de orden. Un día se la partida se topó con el boticario que, montado en su burro, venía tan contento de visitar a una moza cuyo marido estaba en el penal del Dueso. Le quitaron los cuartos y mandaron un recado a su mujer que si lo quería volver a ver entero, tenía que depositar un sobre con diez mil reales en un nicho del camposanto del pueblo. Pero en lugar del sobre se encontraron con cuatro números de la Civil que, emboscados trás las tumbas, vaciaron los mosquetones sobre ellos, dejando que se desangraran sus cuerpos en la cuneta sin que nadie se atreviese a acercarse a ellos y, ya por la noche, en una furgoneta sin luces recogieron los restos para despeñarlos por la boca de una vieja mina abandonada.
Su mujer, Carmiña do Mouchó toleó no se sabe bien si del disgusto o del aceite de ricino que hicieron que se bebiese, mientras batían en su cuerpo como si fuese la lana de un viejo colchón que hubiese que varear. De resultas dió en insultar a la gente y en decir que su Perico había muerto de fiebres en Camagüey y cuando un día se meó delante del altar en misa mayor, las fuerzas del orden hicieron que la ingresasen en el manicomio de Orense.
Así quedó cativo y sin familia Susiño y de no ser por la caridad de unos vecinos, habría muerto de frío o presa de los lobos que vagaban famélicos po el monte. Susiño, un rapaz de apenas ocho años, rubio com el pelo como una panocha de maíz y con la cara llena de pecas, un diente mellado por alguna pedrada, andaba todo el día de aquí para allá, haciendo todas las faenas que le mandaban, sin dejar jamás de sonreir. Unos viejos pantalones llenos de remiendos, sujetos por una cuerda al hombro, una americana heredada de no se sabe quién, no evitaban que se considerase un niño feliz a pesar de no tener nada.
Comía lo que le daban, casi siempre las sobras de la familia y por la noche caía rendido de cansancio en su camastro que le habían colocado en un rincón de la cuadra donde las vacas, " a Roxa " y " a Lucinda ", le daban calor mientras lamían su cara cuando se iba quedando dormido. De las vacas recibía calor y el cariño que no le daban los humanos y, cuando se fué haciendo mozo también aprendió a desahogar su fuego con ellas.
Todas las tardes las sacaba hasta un prado vecino y mientras las vacas pastaban calmosamente, Susiño buscaba grillos. Metía un pajita en los agujeros del suelo para hacer salir al animalito pero, si este se escondía muy al fondo, metía su colita en el agujero y meaba, haciendo que el grillo saliese para evitar ahogarse. Una tarde, con el frote de su miembro contra la tierra cálida y húmeda, sintió que un cosquilleo recorría sus entrañas y le llenaba de placer, hasta que se derramó en dicha y fuego.
Un día la vaca Lucinda que éngullía todo lo que encontraba a su paso, se tragó entera una manzana, que se le quedó atragantada mientras la pobre berreaba y echaba espuma por la boca, sintiéndose exfisiar. Susiño metió su brazo como pudo y milagrosamente consiguió quitarla, evitando que muriese.
Su amo que hasta ese momento estaba gimiendo a su lado por miedo a perder la vaca, al ver que había pasado el peligro, lleno de rabía, comenzó a batir en los lomos de Susiño como si fuese un tambor de fiesta, dejándolo medio maltrecho. Solo las vacas lamían su cuerpo maltratado.
Esa noche robó unos cuartos de la caja que estaba escondida trás el hogar, cogió un pan y unos chorizos y preparó un hatillo con sus cuatro trapos. Se abrazó a las vacas, derramando lágrimas de pena y de rabia por dejar lo único que quería en el mundo, salió de la cuadra con sigilo y se dirigió a través de la corredoira hacia la estación del tren, en busca del express que iba para Francia.
Una vez sentado en el duro bancos de madera del viejo vagon de tercera, se asomó a la ventanilla y sacando el puño izquierdo en alto, con la cara arrasada en lágrimas, juró volver un día rico para vengarse de todos ellos.

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